Las tormentas políticas de los últimos meses han logrado colocar en segundo lugar de atención nacional el tema que en el resto del mundo ocupa el primero: la lucha contra la pandemia del COVID-19. En el Perú, luego de culminada la segunda ola de contagios hacia abril de este año, los reflectores han estado enfocados en los desenlaces electorales y, posteriormente, en la accidentada presidencia de Pedro Castillo.
Este énfasis en los movimientos políticos, sin embargo, podría cambiar pronto para cederle nuevamente protagonismo al virus. En primer lugar, luego de cuatro meses de relativa calma, los números de contagios en Lima Metropolitana vuelven a posicionarse al alza. Según informamos en este Diario, en noviembre el promedio de contagios diarios en la capital pasó de 340 a más de 650, la cifra más alta desde fines de junio. Por su lado, la positividad de las pruebas moleculares pasó del 3,89% en octubre al 4,9% en noviembre. Si bien aún estos indicadores están lejos de los valores alcanzados durante la primera y segunda ola, y los números de fallecimientos continúan en mínimos, las señales de alerta empiezan a llegar con más contundencia.
En segundo lugar, la aparición de una nueva variante del virus, denominada ómicron por la OMS, es motivo de preocupación en el ámbito global. El organismo tiene más de 30 mutaciones y fue detectado inicialmente en Sudáfrica esta semana, aunque se han registrado casos ya en Hong Kong, Bélgica, Alemania y otros países. Aún es poco claro cómo estas mutaciones incidirán en su velocidad de propagación, su letalidad o su respuesta a los anticuerpos generados por las vacunas disponibles contra las variantes anteriores. Adicionalmente, el avance del virus en las últimas semanas ha puesto a diversos países de Europa contra las cuerdas; algunos evalúan volver a medidas restrictivas similares a las del año pasado.
Si esta es la situación de países desarrollados con sistemas de salud sólidos, ¿qué se podría esperar en el caso peruano de llegar una tercera ola? El avance en la vacunación ha sido positivo –y de hecho se reconoce como el principal logro del gobierno del presidente Castillo–, pero sería insuficiente para enfrentar nuevamente al virus con éxito.
Más allá de continuar con el plan de vacunación anterior, hasta ahora el Gobierno no ha sido claro en explicar las medidas que está tomando para reducir las probabilidades de contagios masivos o atender los casos graves con prontitud y efectividad. A pesar de haber trascurrido más de año y medio desde el inicio de la pandemia, por ejemplo, aún no se dispone de un buen sistema de rastreo de contactos ni se ha mejorado sustancialmente la prevención en el transporte público y otros espacios similares. El fortalecimiento de la oferta hospitalaria es todavía pobre. El tiempo disponible antes de encarar un incremento considerable de casos de COVID-19 podría ser poco, y cada día cuenta para preparar al país.
Finalmente, aparte de lo que pueda hacer el Gobierno, no está de más seguir recordando que el virus no se mueve solo. Las duras medidas restrictivas de mediados del año pasado difícilmente pueden volver a aplicarse, y eso coloca buena parte de la responsabilidad sobre los mismos ciudadanos para prevenir contagios, más aún con las fiestas de fin de año acercándose. De un modo u otro, las señales recientes indican que el virus seguirá entre nosotros un tiempo más. Mientras antes aceptamos esto como parte de la realidad, mejores decisiones tomaremos como individuos y como nación. Negarse a verlo, o a prestarle la importancia debida desde ahora, haría que la reacción llegue ya demasiado tarde.
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