Desde fuera, el Perú se ve como una curiosidad regional. ¿Cómo es posible que un país con tremendas debilidades institucionales y políticas, donde en los últimos cinco años ha habido cuatro presidentes, pueda mantener tasas de crecimiento relativamente altas? En otras naciones, períodos largos tan marcados de inestabilidad generalmente han devenido en parálisis económica.
Esta impresión es, por lo menos, parcialmente incompleta. Nadie sabe en realidad cuál hubiese sido la tasa de crecimiento con un ambiente político menos tumultuoso; es muy posible que el ritmo de expansión hubiese sido mayor. Pero la respuesta concreta a la interrogante que se plantea desde el exterior es que, a pesar de los cambiantes vientos políticos locales, varios de los pilares estructurales de la economía peruana han permanecido relativamente estables.
El secreto nacional es que, a pesar del cambiante repertorio de actores, casi nadie, por ejemplo, ha puesto sobre la mesa una interferencia en el trabajo del Banco Central de Reserva (BCRP), una suspensión del comercio internacional, un control de precios rígido o una ampliación desmedida de la actividad económica del Estado, como sí sucedió en otros países de la región. Esto ha permitido algún nivel de predictibilidad económica y el crecimiento de las últimas décadas.
Pero nada está escrito en piedra. De hecho, solo en el último año, el actual Congreso ha sido diligente en ensayar –desde diferentes iniciativas– la erosión de algunos de estos pilares que el país daba por sentados. El peligro más grave, por supuesto, es que la displicencia por estas bases económicas se traslade a la próxima elección de presidente, vicepresidentes y congresistas. Con el actual Congreso, el país ha sido testigo por un breve plazo del tipo de consensos que se pueden alcanzar cuando afanes populistas hallan un ambiente de crisis por explotar. El bajo respeto por el equilibrio fiscal y por la operación normal del libre mercado ha dejado una huella política que no se puede borrar fácilmente.
Mantener el rumbo responsable significa también acelerar –de una vez por todas– el cierre de brechas sociales. De acuerdo con el Banco Mundial, la diferencia que hay en el Índice de Desarrollo Humano (IDH) entre Lima y Huancavelica es similar a la diferencia entre EE.UU. y Haití. Eso es inaceptable. Un Estado que garantice el acceso a educación, salud, agua, saneamiento, justicia, entre otros servicios básicos, es lo que se debe exigir en la presente elección. Esto se puede –y se debe– lograr en un contexto de expansión económica que permita pagar la cuenta y de reorientación de los servicios del Estado hacia el ciudadano. Demandar cambios profundos en la manera en que opera el aparato público no es lo mismo que cambiar de sistema económico.
El país se encuentra en un punto de encrucijada clave. ¿Sucumbe a la tendencia política latinoamericana de oscilar entre largos períodos de mejora económica seguidos de dispendio populista y dolorosa reconstrucción? ¿O decide continuar por la senda de la responsabilidad y expansión a pesar de los cantos de sirena y de su institucionalidad en construcción? La oferta política es la que es, pero a fin de cuentas todo estará siempre en las manos de los electores. Ejerzamos nuestro derecho con la seriedad que las actuales circunstancias demandan.
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