El viernes, a la 1:53 p.m., desde Moquegua, el presidente de la República, Martín Vizcarra, declaraba que “seguramente” el procurador de la Presidencia del Consejo de Ministros (PCM) actuaría “conforme a ley” frente a la supuesta usurpación de funciones perpetrada por Pedro Olaechea al firmar como titular del Congreso (que fue disuelto) la demanda competencial que presentó ante el Tribunal Constitucional (TC) para que el ente se pronuncie sobre el cierre del Parlamento. A las 3:42 p.m. de ese mismo día, el referido procurador, Carlos Cosavalente, denunció a Olaechea ante la Fiscalía de la Nación por el delito mencionado.
Dada la seguidilla de eventos, resulta difícil interpretar la medida tomada por Cosavalente como la decisión espontánea de un funcionario autónomo y, más bien, se entiende como el escalamiento de lo que ha sido una reacción harto agresiva del Ejecutivo frente a la demanda presentada por el señor Olaechea. La denuncia del procurador de la PCM, además, resulta más grave si se considera que califica como posibles cómplices del delito de usurpación de funciones a los miembros de la Comisión Permanente que aprobaron que se efectúe la demanda competencial.
En suma, la denuncia hecha por Cosavalente termina por demostrar que el Gobierno está empecinado en que la mentada demanda se queme en la puerta del horno, a punta de reparos procedimentales, antes de que el TC tenga la oportunidad de pronunciarse sobre lo que realmente importa: el meollo constitucional de la actual crisis política. Una circunstancia que no deja de ser sorprendente si se considera que el presidente ha manifestado que está seguro de la licitud de la disolución del Congreso y que, en consecuencia, tendría que ver una opinión del máximo intérprete de la Constitución como una oportunidad para dotar su decisión de una capa adicional de legitimidad.
Sin embargo, la aparente renuencia del Gobierno a que este pronunciamiento se dé a pesar de que el presidente dijo que acatarían y respetarían cualquier opinión que el TC pudiese tener, no hace más que espesar la incertidumbre en la que está sumido el país. Al fin y al cabo, la importancia de la participación de esta institución, no hay que olvidarlo, ha sido señalada por organismos como la Organización de Estados Americanos y la Defensoría del Pueblo, habida cuenta de que se reconoce que el trance por el que está pasando el país debe ser revisado.
Al mismo tiempo, el Ejecutivo tiene que reparar en lo arbitrarias que empiezan a lucir sus acciones. La insistencia por ponerle peros a la demanda presentada por Olaechea y de procurar consecuencias penales contra él y sus “cómplices” se terminan por notar como intentos poco democráticos (con intimidación incluida) por evitar que lo que queda del Poder Legislativo se defienda.
Desde este Diario creemos firmemente en que un pronunciamiento del TC sobre la coyuntura es de suma importancia. El presidente Vizcarra y su equipo tienen que entender que esta crisis está lejos de ser convencional y que la interpretación hecha a la figura de la cuestión de confianza (y su “negación fáctica”) merece ser revisada. Que esto se dé no responde al capricho de una institución extinta, sino a la necesidad que tiene el Perú de que las decisiones que se toman dentro de su joven sistema democrático no lo perjudiquen irreparablemente y que las acciones de sus líderes no se queden sin ser sometidas a evaluación.
El gobierno, desde que el señor Vizcarra asumió el cargo, siempre se ha ufanado de su disposición al diálogo y a la fiscalización. En estos momentos de crisis tienen que ser consecuentes.