Esta semana se dio un fenómeno curioso en la política latinoamericana. El mandatario salvadoreño, Nayib Bukele, cambió el rótulo de su cuenta en Twitter de “presidente de El Salvador” a “Dictador de El Salvador” (y, después, a “El Dictador más ‘cool’ del mundo mundial”, como se podía leer todavía ayer, cuando se escribió este editorial). Por supuesto, la circunstancia no pasaría de lo anecdótico si no fuera porque, desde que accedió al cargo en el 2019, el exalcalde de San Salvador se ha dedicado a debilitar el principio de separación de poderes, en una coreografía que ya hemos visto antes en la región. No por nada, José Miguel Vivanco, director para las Américas de Human Rights Watch, lo ha calificado como “un Hugo Chávez de alta velocidad”.
Y es que, tal y como hizo en su momento el sátrapa venezolano, Bukele viene liderando una ofensiva contra las instituciones independientes, apoyándose en parte en su alta popularidad (que ha alcanzado niveles de culto a su persona).
Semanas atrás, por ejemplo, la Asamblea Legislativa –donde el partido de Bukele ostenta la mayoría– aprobó una polémica reforma para jubilar a casi un tercio de los jueces del país. El mismo Parlamento ya había destituido en mayo pasado –en su primera sesión– a los magistrados titulares y suplentes de la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia (que habían frenado medidas controversiales dictadas por la administración de Bukele en el marco de la pandemia), y los sustituyó por jueces afines al gobierno. Ahora, según advierte el diario local “El Faro”, “la Corte Suprema de Justicia que el Bukelismo controla” deberá nombrar a “la tercera parte de los jueces del país” que pasarán al retiro por la nueva legislación.
Hace pocas semanas, además, la remozada Sala Constitucional emitió un cuestionable fallo que habilita a Bukele a presentarse a la reelección en el 2024; una posibilidad que hasta ahora estaba vetada. Esta acción motivó una dura respuesta del Departamento de Estado de Estados Unidos, que sancionó a los jueces por “socavar los procesos e instituciones democráticas” al aprobar “una controvertida interpretación de la Constitución”.
Hay que recordar que, antes de tener mayoría en el Legislativo, Bukele ya había mostrado los colmillos contra ese poder del Estado. En febrero del 2020, el mandatario ingresó a la sede parlamentaria escoltado por miembros armados del ejército para forzar a los legisladores a aprobar un préstamo internacional. No es complicado prever el destino que habría tenido el Legislativo si su composición habría seguido siendo desfavorable a los intereses del gobierno.
Los medios independientes, por supuesto, tampoco se han librado de la ofensiva de Bukele. En abril pasado, la SIP alertó sobre el “deterioro” de la libertad de expresión y de prensa en el país, con un gobierno “que presiona, amenaza y expresa abiertamente desprecio hacia los medios y periodistas independientes”, y que impide la participación de periodistas de medios incómodos en “las conferencias de prensa, en las que solo se reservan preguntas para los medios alineados”, entre otras tropelías.
Es difícil determinar hasta qué punto este menoscabo de las instituciones salvadoreñas se ha visto favorecido por la pésima imagen que muchas arrastraban desde antes de la ascensión de Bukele. De los cuatro últimos presidentes que ha tenido el país centroamericano, dos están fugados, otro más apresado y uno más murió en arrestado domiciliario, procesado por corrupción. Según el Latinobarómetro del 2018, solo el 11% de los salvadoreños afirmaba que está ‘muy satisfecho’ o ‘más bien satisfecho’ con la democracia (el mismo porcentaje que se registraba en nuestro país). En el mismo estudio, además, las mediciones de confianza en el Poder Judicial, el Congreso y los partidos políticos en el Perú y en El Salvador compartían dos rasgos alarmantes: eran muy parecidas y se encontraban entre las más bajas de la región.
América Latina no debería perder de vista lo que a todas luces es un operativo en cámara rápida de desmantelamiento de la democracia en El Salvador. Pero tampoco debe ignorar, de paso, que las mismas circunstancias que favorecieron las embestidas de Bukele podrían estar ayudando a cultivar a otros dictadores en formación en el propio patio de casa.
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