El Congreso de la República sesiona de manera virtual en medio de la emergencia sanitaria, el pasado 7 de mayo. (Foto: Congreso).
El Congreso de la República sesiona de manera virtual en medio de la emergencia sanitaria, el pasado 7 de mayo. (Foto: Congreso).
Editorial El Comercio

Por las difíciles circunstancias que lo alumbraron, este gozaba de cierto beneficio de la duda adicional a cualquier otro Legislativo de estreno. Ante el enorme desprestigio del Congreso anterior –que terminó en la práctica gatillando su disolución–, la mayoría del país quería creer que, esta vez por lo menos, había elegido mejor.

Los nuevos legisladores, sin embargo, han tardado poco en empezar a dilapidar la confianza otorgada, regresando más bien a las prácticas que le granjearon buena parte del desprestigio a sus antecesores. Así, el jueves en la noche el pleno del Congreso aprobó la propuesta de Acción Popular para modificar su reglamento interno y de sus miembros.

Con 94 votos a favor, 32 en contra y 1 abstención, el Congreso emitido por el Ejecutivo en diciembre pasado. Este decreto estipulaba que la declaración sobre vínculos con empresas, empleos, directorios, consultorías, representaciones o cualquier otra información relevante para determinar potenciales conflictos de interés se gestionaba a través de una plataforma de la Presidencia del Consejo de Ministros (PCM). Con la modificación de esta semana, dicha información pasa a estar bajo el control del Consejo Directivo del Congreso. En otras palabras, al amparo de un argumento de autonomía constitucional, el Congreso será el responsable de auditarse a sí mismo.

Inevitablemente, esta votación trae a la memoria la agria discusión del año pasado respecto del proceso de levantamiento de la inmunidad parlamentaria, en la que el Congreso también se inclinó por ser su propio fiscalizador en primera instancia. Si algo ha enseñado el hábito político legislativo hasta el momento es que los parlamentarios son pobres evaluadores de la corrección de sus colegas. Encapsulada en la expresión popular “otorongo no come otorongo”, las instancias de protección mutua han sido diversas. Desde 1990, por ejemplo, en el pleno se han aprobado de levantamiento. En este mismo Congreso, a la fecha solo nueve de 130 legisladores han cumplido con presentar su declaración jurada de intereses; el plazo venció a finales de marzo pasado.

Desde el Ejecutivo y la Defensoría del Pueblo se ha criticado la aprobación de este proyecto de ley. El presidente señaló que lo que “más daño le hace a un correcto desempeño es la falta de transparencia” y que esperaba que el Congreso “recapacite”. Por su lado, a través de un comunicado la defensoría indicó que la norma se apartaba de los estándares internacionales recomendados por la OCDE, y de los objetivos de la Política Nacional de Integridad y Lucha contra la Corrupción.

Si el Congreso realmente quería marcar una diferencia con la representación anterior, la peor señal que podía dar es una de falta de transparencia y de conflictos de interés generalizados. Pero eso es, precisamente, lo que han logrado con esta votación. En un país con raíces institucionales poco profundas como el Perú y con el trauma del cierre del Congreso pasado a cuestas, la actitud soberbia demostrada supone un riesgo agregado para la legitimidad del Legislativo en particular y para la democracia en general.

A los actuales legisladores les queda todavía más de un año de gestión. El destino quiso que les tocara a ellos, un Congreso encargado apenas de completar el mandato del anterior, el período más sensible para la estabilidad social, económica y política del país en muchas décadas. El riesgo que el Perú no puede correr es que, en este duro contexto, primen desde lo más alto del poder los intereses propios, ocultos por lo demás a raíz de normativas altamente cuestionables e improvisadas.

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