La semana pasada se desarrolló en el Congreso un proceso que en otros tiempos habría tenido probablemente un desenlace distinto. Nos referimos, desde luego, a la interpelación al titular de Justicia, Vicente Zeballos, en torno al acuerdo de colaboración eficaz que el Estado Peruano ha firmado con Odebrecht.
Si pensamos en lo que ocurrió en oportunidades similares en la primera etapa de este gobierno –cuando las interpelaciones solían derivar en mociones de censura que, de una manera u otra, ocasionaban la salida del miembro del gabinete cuestionado– y en el tono enérgico de los voceros de las fuerzas que promovieron la concurrencia de Zeballos al hemiciclo, llama la atención que tanto batir de tambores haya concluido esta vez en un murmullo apagado sobre la necesidad de que, a la hora de revisar el referido acuerdo, el Poder Judicial tenga en cuenta lo discutido en el pleno.
La suerte de ministros como Jaime Saavedra o Marilú Martens en el sector Educación, o del actual presidente de la República cuando era titular de Transportes y Comunicaciones, es elocuente sobre cómo se producían las cosas cuando el escenario político era distinto. Ahora, en cambio, las bancadas interpeladoras no solamente se han abstenido de acometer cualquier intento de censura, sino que aparentemente perdieron muy pronto interés en la iniciativa que antes habían alentado: el viernes 22, como se sabe, la sesión matutina del Parlamento en la que debía retomarse el debate interpelatorio tuvo que ser suspendida por falta de quórum (había sido citada para las 9 a.m., y a las 11 a.m., apenas había 42 congresistas presentes).
Ya en la tarde, el asunto fue retomado por la representación nacional, pero solo para darle una conclusión más bien discreta y alejada de las posiciones encendidas que se habían anunciado solo 24 horas antes.
No queremos decir con esto, por cierto, que somos de la opinión de que toda interpelación debería terminar con una moción de censura. Si las explicaciones que brinda el ministro de turno dejan satisfechos a los legisladores que lo citaron para interrogarlo, permitir que la vida institucional del país continúe sin sobresaltos es lo maduro y deseable… Pero, en esta ocasión, no hemos escuchado intervenciones que sugieran tal cosa.
La bancada de Fuerza Popular (FP), por ejemplo, ha dicho que no promoverá censura alguna porque cree “en la gobernabilidad” y en que “el Perú debe continuar avanzando con una agenda propositiva”. ¿Debemos asumir, entonces, que cuando sí las promovió en los trances antes mencionados no creía en ninguna de esas cosas?
Además, si una de sus representantes más caracterizadas –la señora Rosa Bartra– le pidió durante el debate al ministro Zeballos que evaluase “su permanencia en un cargo para el cual no ha dado la talla”, parece evidente que los argumentos de este no persuadieron al fujimorismo. El repliegue, en consecuencia, ha de haber obedecido a otras razones.
Lo mismo puede decirse de la bancada aprista que, con más oficio político, se ha ‘sombreado’ tras la fallida carga contra el acuerdo con Odebrecht, o de los representantes de Acción Popular, que buscaron convertir la interpelación en un espulgadero del currículum y la trayectoria del procurador Jorge Ramírez y la procuradora adjunta Silvana Carrión.
¿Aquietaron todos ellos sus desvelos a partir de lo expuesto por el ministro de Justicia, o comprendieron que el empeño político en el que se hallaban se había diluido a ojos de la opinión ciudadana y que, por lo tanto, lo que convenía era emprender la retirada?
Los hechos apuntan a lo segundo. Porque si el mencionado sector del Congreso estuviese convencido de lo acertado de su causa, iría seguramente adelante con ella como gesto político y a pesar de no contar con los votos suficientes para aprobarla.
No es eso lo que ha sucedido ahora. La interpelación, sencillamente, se desinfló en la confrontación pública. Y quienes la promovían también un poco con ella.