En los últimos días, la revelación de que un grupo de congresistas cobró el bono que el Parlamento les asigna mensualmente para cubrir los gastos de la semana de representación –y que asciende a los S/2.800– sin haber, en efecto, realizado dicha labor, ha motivado tanto cuestionamientos fundados de la ciudadanía como explicaciones, por decir lo menos, anecdóticas, de los legisladores que han tratado de amortiguar el impacto del destape.
La última en este empeño ha sido la congresista Mercedes Araoz. Pero no ha sido la única.
En efecto, ayer, la también vicepresidenta de la República afirmó –de manera poco clara y enrevesada, vale decirlo– que debían ‘sincerarse’ las remuneraciones que perciben los legisladores y que estas debían aglutinar además el resto de asignaciones que los parlamentarios reciben (como los S/2.800 mensuales vinculados a la semana de representación) a fin de que todo se integre bajo un mismo concepto.
Consciente de que sus palabras podían tomarse como un pedido para una potencial alza del sueldo de ella y sus colegas, Araoz explicó: “No proponía un aumento, estoy proponiendo sincerar las remuneraciones”. La realidad, sin embargo, es que por más que la señora Araoz quiera convencernos de que nunca propuso un alza del sueldo de los congresistas apelando a un curioso juego semántico, la noción del aumento estaba implícita en sus declaraciones al demandar un ‘sinceramiento’ que “podría ajustarse al costo de vida”.
Como es obvio, esto no quiere decir que la legisladora Araoz o cualquiera de sus colegas no puedan ventilar la demanda por una mejora en su situación salarial si lo creen pertinente. El problema es que, frente a la ciudadanía, han sido los propios parlamentarios los que se han dedicado a dilapidar el sustento que podría tener este aumento, ya sea con sus declaraciones o actos.
Ahí está, por ejemplo, el irregular tratamiento que le han dado al bono de representación, y que va desde el “a mí en particular me vino bien, porque incrementó lo que yo recibía y me dio cierta holgura que no tenía”, del parlamentario Gino Costa, hasta la forma en la que su colega Carlos Bruce explicó por qué no presentaba sus informes de representación: “No está ni en la Constitución ni en ninguna ley [ni] en el reglamento”. Mención aparte merece la legisladora Karina Beteta, quien para justificar el cobro de un bono de una semana de representación que nunca realizó alegó –erróneamente, además– que este “es un sueldo”. Dichos, en fin, que exhiben cierta apatía hacia una asignación que perciben mensualmente y que triplica el salario mínimo vital que sustenta a no pocos de sus conciudadanos.
Y aunque no nos corresponde aquí definir si el sueldo que perciben los legisladores es el adecuado para la función que realizan o si en este debería integrarse el bono de representación –ello es algo que, de llegar el momento, el Congreso deberá discutir–, sí resulta criticable que los parlamentarios denoten bastante displicencia respecto a sus asignaciones remunerativas.
El problema, en síntesis, no termina en el escarnio del que, como ha comprobado la congresista Leyla Chihuán, pueden hacerse objeto los legisladores que demuestran cierta insatisfacción con el dinero que reciben –dinero, finalmente, que proviene de los contribuyentes–. Se extiende a la confirmación de que hasta ahora muchos de ellos no comprenden la futilidad que, a ojos de gran parte de peruanos, tiene el trabajo que desempeñan, ni el riesgo para la democracia que este desdén entraña.