‘Timar’, según el “Diccionario de la lengua española”, es ‘hurtar con engaño’ o ‘engañar a alguien con promesas o esperanzas’. En esa medida, parece el término exacto para definir lo que el expresidente Alejandro Toledo ha representado en nuestra historia política. Porque, como se recuerda, él llegó a Palacio encaramado sobre la esperanza de millones de peruanos a los que se ofreció como la alternativa democrática al autoritarismo y la corrupción fujimorista… Sin embargo, una vez instalado en la Casa de Pizarro, se desentendió de las auténticas tareas de gobierno para dedicarse a la cuchipanda y a la concertación de coimas para llenarse los bolsillos.
Si bien su disposición festiva se hizo evidente de inmediato (y, a decir verdad, fue solo la confirmación de una leyenda que lo perseguía desde hacía tiempo), su entraña deshonesta fue una revelación paulatina. La crónica de un descenso moral al que fuimos asistiendo a lo largo de los años, con incredulidad y repulsión. No olvidemos que, de todas las antiguas autoridades nacionales comprometidas con la corrupción de Odebrecht, su caso es el más claro e indisputable. A ello, además, hay que sumarle sus denodados intentos por escurrirse de la justicia peruana, alegando enfermedad y, cómo no, persecución política. Es decir, amén de venal, cobarde.
Su condena, en ese sentido, es vergonzosa, pero, simultáneamente, ejemplificadora. Vergonzosa porque ratifica el deterioro de la figura de la Presidencia de la República entre nosotros. Y ejemplificadora porque emite la señal de que las tropelías de quienes ostentan por un momento el poder en nuestro país no quedan impunes. La penosa historia de Toledo es un espejo en el que cualquier aventurero que quiera entrar en la carrera electoral con el propósito esencial de beneficiarse tendrá que mirarse en adelante. Es la materialización paradigmática del apotegma que afirma que la justicia tarda, pero llega.
Pero es, asimismo, una advertencia. Una voz de alarma contra la tendencia que tenemos los peruanos a dejarnos encandilar por candidatos que parecen reunir virtudes vinculadas a su origen y que luego se muestran tan proclives al enriquecimiento ilícito como aquellos a los que retaban: personajes como Toledo llegan a ser solo tan poderosos como nuestra ingenuidad o ligereza a la hora de votar por ellos lo permite.