En estos tiempos en los que se respira un ánimo de regeneración política y el gobierno ha anunciado un nuevo ciclo de reformas, viene bien hacer una pausa para reflexionar sobre nuestras expectativas para este segundo round reformista. Aquí algunas preguntas esenciales: ¿Cuánto se puede lograr con estas iniciativas? ¿Qué tendremos que hacer para que estas generen los cambios esperados en el comportamiento de los principales actores políticos? ¿Y qué debería incluir una reforma política integral?
La respuesta a la primera pregunta es: mucho. Si el gobierno afronta esta segunda fase posreferéndum con ambición, puede introducir importantes cambios al diseño de nuestras instituciones políticas. Tras Lava Jato y los destapes de corrupción en el sistema de justicia, se ha abierto una ventana de oportunidad única en al menos una generación. Desde inicios de los 90 no se han presentado condiciones tan idóneas para hacer reformas profundas. Si entonces Alberto Fujimori optó por la vía autoritaria, Martín Vizcarra podría ayudar a zanjar el debate que señala que en países como el nuestro solo se pueden hacer grandes reformas con mano dura. El presidente tiene en las reglas de la democracia –en particular, en la cuestión de confianza– un gran aliado.
Con respecto a la segunda pregunta, para que las reformas sean exitosas en el tiempo será fundamental pensar en cómo estas contribuyen a construir un verdadero Estado de derecho, tan esquivo en nuestra historia republicana. Un argumento clásico de la ciencia política es que las grandes democracias occidentales desarrollaron el constitucionalismo –es decir, el aprecio a las leyes– antes de convertirse en democracias. En América Latina, y en gran parte de los países en desarrollo, se dio al revés. La democracia surgió antes de haberse consolidado un Estado de derecho. El resultado ha sido el predominio de una serie de instituciones informales –muchas de ellas reñidas con la ley– que han sido tan resilientes como corrosivas.
Si hay una tarea pendiente a puertas del bicentenario, es la de establecer la primacía de la ley (‘rule of law’). Reformar para el Estado de derecho implicará preguntarse cómo las iniciativas que se propongan contribuyen a que las instituciones funcionen siguiendo su propósito original, y no el que han adquirido en la práctica. Por ejemplo, la ley de partidos establece que las organizaciones políticas deben tener una vida activa entre elecciones, rendir cuentas de sus gastos y presentar candidatos propios. La realidad es que los comités locales son casi inexistentes, el dinero ilegal ha penetrado en las principales organizaciones y muchas se han convertido en vientres de alquiler. Será necesario pensar como economistas y plantear los incentivos correctos –una combinación de facilidades para la formalización con una fiscalización adecuada– para que los actores operen en el marco de la ley.
Esto último nos lleva a la tercera pregunta del párrafo inicial. En opinión de este columnista, una reforma integral debería abordar, al menos, tres frentes. En primer lugar, es elemental dar un salto en la calidad de los candidatos a los puestos de elección popular. Si los partidos no tienen la capacidad o, en muchos casos, la intención de filtrar bien a sus postulantes, es crucial dotar a los organismos electorales de todos los recursos necesarios para hacer un trabajo de fiscalización profundo, incluyendo la posibilidad de dejar fuera de carrera a quienes mienten en sus hojas de vida. A su vez, someter a los candidatos a primarias abiertas y obligatorias organizadas por la ONPE, en las que voten todos los ciudadanos, ayudaría a exponer a esos postulantes al escrutinio público.
En segundo lugar, la reforma debería enfocarse en el funcionamiento de los partidos, desde la constitución de los mismos hasta su financiamiento. Ante todo, deberíamos reconocer que los partidos ya no son las organizaciones de base –y de masas en algunos casos– que eran en algún momento del siglo XX. Si aceptamos esa realidad, pierde sentido exigirles comités en un tercio de las provincias del país –las redes sociales suplen, en parte, las funciones de los comités partidarios– y que presenten firmas por un 4% del número de votantes en la elección anterior. Medidas de este tipo solo conducen a la informalidad y a la trampa. Sería más adecuado facilitar la inscripción de los partidos –para que no sean vientres de alquiler– pero no renovársela si no obtienen al menos 5% o no participan en cualquier elección.
Finalmente, es necesario mejorar la representación legislativa, rescatando la idea original del gobierno de reformar los distritos electorales en base a vínculos económicos e históricos a nivel provincial. Esto implica dividir los distritos electorales más grandes en circunscripciones más pequeñas. Pero para que este cambio tenga sentido, es clave ampliar el número total de congresistas. ¿Se atreverá el gobierno a plantear reformas impopulares?