Señalar, a estas alturas, que nos encontramos en medio de una grave crisis política e institucional sería recitar una verdad de Perogrullo. Los tres poderes del Estado (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) enfrentan, por distintos motivos, un masivo rechazo ciudadano (47%, 77% y 70% de desaprobación respectivamente, según la última encuesta de El Comercio-Ipsos). Y si el presidente Vizcarra ostenta –por el momento– una ‘alta’ popularidad (61%), ello responde más a su carácter confrontador que a los resultados de su gestión. La economía languidece, las inversiones migran y los problemas cotidianos (inseguridad, microcorrupción, desidia del aparato estatal, etc.) siguen siendo la norma y no la excepción.
La pregunta es: ¿pueden empeorar las cosas? La respuesta es simple y, creo, indiscutible: sí. Y mucho.
Para empezar, la confrontación entre el presidente y la oposición (fujimorismo, aprismo, un sector de la fiscalía y algunos operadores mediáticos, entre otros) no tiene visos de acabar pronto. Como sea que se desarrolle esa pugna, que para las partes es un juego de suma cero, para el país las cosas solo pueden ir peor. Quedan por definirse distintos hechos, unos con mayor capacidad de acrecentar la crisis, pero todos con la misma tendencia: la suerte del fiscal Chávarry, la apelación de Keiko Fujimori, el referéndum, entre otros; todo ello, antes de que se discutan temas trascendentales (como, por ejemplo, la elección de miembros del TC en el 2019) y que motivarán nuevas pugnas.
Después está lo obvio: confrontar y gobernar requieren acciones excluyentes. Lo primero supone el enfoque del Ejecutivo en la riña, exige un lenguaje polarizador, implica buscar aliados, etc. Demanda, por supuesto, el mismo ímpetu de sus opositores (ambos saben que en esta disputa solo uno quedará de pie). Todo ese emprendimiento conlleva a que los involucrados se vuelvan más agresivos, más rencorosos, estén dispuestos a escalar las pugnas y a utilizar armas antes vedadas. El resumen, en simple, es que las partes superponen la política a la gestión de la administración pública, lo que afecta al sector privado, hoy mermado, retraído y desorientado.
Consideremos, además, la información del Caso Lava Jato que seguirá llegando a nuestro país y que podría involucrar a nuevos actores.
A todo ello debemos sumarle un riesgo no menor: la posibilidad de que la economía global entre en una recesión financiera similar a la del 2008, frente a la que ni contamos con recursos propios, ni los países desarrollados con herramientas para resistirla.
¿Existe un escenario optimista? Y de ser así, ¿bajo qué condiciones? Pensar cómo podrían, en estos momentos, ponerse de acuerdo el Ejecutivo y el Legislativo, qué fuerzas facilitarían dicho milagro, cómo así los aliados y los halcones a cada lado depondrían las armas, y así, va más allá de mi imaginación. Supondría mucha madurez y desprendimiento por parte de los políticos, algo que no han demostrado hasta ahora. Implicaría, además, la concertación de actores que ni están acostumbrados a concertar ni tienen –muchos de ellos– por qué hacerlo. En resumen, si bien no es imposible, es altamente improbable.
Por supuesto, todo esto es lamentable; primero por el país, por los millones de peruanos que verán truncas sus esperanzas y aspiraciones. Y segundo, y no menos importante, por las instituciones: nada de esto garantiza que mejoren, porque la riña no es por ellas, sino por el poder.