Uno vive pendiente entre el miedo y la confianza. Escuchamos las noticias, nos enteramos de los bloqueos de las pistas, de los incendios en una caseta, de las protestas con pancartas. Nos preguntamos cómo esas protestas continúan aun cuando los pedidos que hacen son inviables y conducirían al fin de los mismos que reclaman. No hay una respuesta a estas preguntas salvo en la frustración y la rabia legítimas de quienes han salido a la calle. Pero su camino, a veces azuzado por otros instigadores, solo nos puede llevar a un desastre mayor. Y, mientras tanto, esperamos que se puedan resolver no solo los disturbios, sino la situación histórica y social en la que se inscriben. Años y siglos de injusticia y de discriminación se hacen visibles en los momentos de crisis social que lleva a la crisis política. Para muchos de los que protestan no se trata de argumentar contra un hecho definido, sino de gritar contra el sistema, contra el mundo, contra lo que nos rodea.
No es difícil entender cómo hemos llegado a esta situación luego de una historia en la que el racismo, la corrupción y la ineptitud han gobernado a la mayor parte de nuestras élites en el poder. El haber marginado a los más pobres y a las provincias de los beneficios de los poderosos asentados en Lima ha sido una tara histórica. El primero de los escritores peruanos que habló alto y claro de la discriminación y el racismo como factores de nuestro atraso fue Manuel González Prada, que ayer, 5 de enero, cumplió un año más entre nosotros. Hay que recordar que en 1881 el escritor estuvo como segundo jefe en el reducto del Cerro El Pino defendiendo Lima de los invasores chilenos. Años después, en su famoso discurso del Politeama, González Prada se preguntaba por qué perdimos la guerra con Chile. Su respuesta fue simple. González Prada lo atribuía al atraso peruano basado en la recurrente injusticia contra el indígena. Creyendo en la protesta, en realidad, González Prada fue un optimista que pensó que nuestra nación podía reencontrar su camino valorando al mundo indígena, que él había conocido de cerca durante sus viajes y estadías en la sierra de Cerro de Pasco y en la hacienda Tútume. El mejor legado de González Prada está en la prosa de sus páginas panfletarias y en los versos de sus interesantes poemas (publicó alguno de los primeros en El Comercio), pero sobre todo en aquello que los sustentaba: la indignación ante nuestra situación social.
Mientras la sombra de González Prada sigue con nosotros, pensamos también en José Carlos Mariátegui, en Mercedes Cabello de Carbonera, en José María Arguedas, en Magda Portal. Pero también en Francisco García Calderón, en José de la Riva Agüero, en Mario Vargas Llosa. Todos forman parte de una perspectiva de nuestra integración y a la suma de esas propuestas nos debemos. En estos momentos de polarización, cualquier acto radical por parte de una opción política sería un desastre mayor.
Y, mientras tanto, seguiremos viviendo pendientes un tiempo más. Pendientes de que pueda haber una atención decente en los hospitales, de que puedan construirse colegios, de que se pueda valorar la educación como la única garantía para un futuro mejor, de que pueda mantenerse nuestro sistema económico que ha reducido la pobreza. También pendientes de las nuevas elecciones, de los nuevos líderes, de que sean personas honestas, capaces y con liderazgo (¿es mucho pedir?). Y pendientes de que puedan seguir circulando los camiones y los buses. Recuerdo al querido Antonio Cisneros. Vivir pendiente es difícil, pero se aprende.