Nos cuesta procesar la violencia que un grupo de fanáticos desató en el Perú para destruir las bases de ese ‘Estado burgués’ que tanto despreciaba. La brutalidad de la ‘lucha armada’ y la represión que le sucedió perviven en la memoria colectiva, modelando las relaciones sociales e incluso nuestra manera de ver la vida.
El estruendo de las bombas con las que los seguidores del cabecilla terrorista ‘Gonzalo’ celebraban su cumpleaños, las imágenes de los cuerpos mutilados publicadas en los diarios, los rostros de los secuestrados por el MRTA y el olor a kerosene de los lamparines que alumbraron las noches de apagón constituyen el catálogo de recuerdos y sensaciones que nunca olvidaremos. Así como miles de compatriotas jamás olvidarán al padre, a la madre, al hermano, al amigo o al hijo asesinado, muchas veces lanzado a una fosa común.
Tan poco se ha avanzado en el diálogo franco sobre el conflicto armado que segó la vida de miles de peruanos que una propaganda intentó ‘recrearlo’ mediante un estilo ‘terror chic’. Modelos empalidecidas por el maquillaje y ubicadas en espacios –derruidos para la ocasión– dieron vida a un catálogo de moda cuya ‘inspiración’ proviene de la guerra más sangrienta de nuestra historia.
En un mundo donde todo se compra y todo se vende, no debería sorprender que a un “creativo” se le ocurriera la peregrina idea de comercializar el horror, olvidando que existen conciudadanos con el cuerpo y el alma mutilados por una tragedia nacional.
Para responder la pregunta “¿por qué pasó lo que pasó?” –planteada por Carlos Iván Degregori–, es preciso apelar a los sentimientos, pero también a la razón. Porque más allá del rencor o del espíritu de venganza, que embarga a los que lo perdieron todo, es necesario desmantelar la cultura guerrerista que se fortalece en la década de 1980.
Para superar la posguerra interminable que vivimos, urge deslindar de la violencia, pero también asumir responsabilidades, pedir perdón y demandar que la justicia llegue a todas las víctimas de la barbarie. Además, se necesita disponer de un nuevo vocabulario, uno que promueva un diálogo alturado y constructivo con ese ‘otro’ que piensa diferente a mí.
Es imposible construir instituciones y mucho menos consensos con un repertorio de palabras excluyentes, como ‘terruco’, ‘guerrillero’, ‘blanquito’, ‘explotador’ e, incluso, ‘chavista’. A estas alturas todos estamos al tanto que ese sistema autoritario, con el cual parte la izquierda sigue comulgando, se encuentra en su fase terminal.
Nos prometieron una campaña de propuestas e ideas, y la guerra, sus tambores, sus epítetos y sus carapintadas se cruzaron en el camino. Y es que la política siempre saca lo peor de las personas y lo peor que tenemos es nuestra beligerancia extrema.
No hay más que ver el video de un ex presidente de la República con una comba en la mano afirmando: “Con esto me voy a matar a la china, ¡carajo!”. Por ello, con las discusiones sobre la renegociación del gas, la reactivación económica o el reordenamiento territorial, resulta imprescindible discutir en voz alta la violencia que nos carcome por dentro. Planteando, asimismo, formas más saludables de relacionarse con el prójimo.
Si no desarrollamos este ejercicio ineludible, no habrá crecimiento económico capaz de librarnos de nuestros propios demonios.