Tengo muchos y muy variados recuerdos de mi breve estadía en Caracas en el otoño del 2016. Los ojos omnipresentes de Hugo Chávez pintados en las paredes de la capital del antiguo emporio petrolero; las colas interminables para comprar desde pan hasta medicinas; los motorizados desplegando banderas rojas y agresividad y la belleza y exuberancia de una ciudad detenida en el tiempo junto con una clase media empobrecida, aunque aferrada a su rica cultura. Cómo olvidar las bellas librerías caraqueñas, las exhibiciones de arte contemporáneo, los conciertos dominicales o ese encuentro entrañable en la Academia de la Historia donde diserté sobre la amistad republicana entre Simón Bolívar y José Faustino Sánchez Carrión.
Siempre llevaré en el corazón aquella mágica velada en nuestra hermosa embajada, el trino de las aves tropicales mientras historiadores y diplomáticos brindábamos con pisco sour para luego viajar al tiempo de Andrés Bello y Francisco de Miranda. El grato aroma de la comida peruana amenizada con docenas de anécdotas, los adornos florales bicolores y el dolor y tristeza de una clase intelectual que sabía que lo peor estaba aún por llegar. Mi última noche en Caracas fue, al menos para mí, una suerte de paréntesis amable de cara a una plaga terrible que inevitablemente iba a tomar por asalto todos los espacios de belleza y civilidad. La foto de los invitados a la cena ofrecida por el embajador López, acogidos bajo una inmensa bandera peruana, la tengo en mi oficina y todavía me conmueve verla. Porque pienso que la tragedia venezolana se pudo evitar.
Dejé Caracas con un nudo en la garganta, lamentándome de la indiferencia, oportunismo e irresponsabilidad de Ollanta Humala y de todos los presidentes sudamericanos que, como bien sabemos, se reunieron en Lima para avalar, sin ningún pudor, al gobierno mafioso de Nicolás Maduro. Un hombre que, como acertadamente señala nuestro canciller, está fuera de sí. Lo que, definitivamente, no lo eximirá de rendir cuentas ante la justicia internacional. Tanto por su inocultable ineptitud, como por la brutal violencia ejercida contra la oposición y el colapso humanitario al que ha conducido a la república que colaboró activamente en nuestra independencia.
Es increíble que una nación a la que la naturaleza dotó de ingentes riquezas hoy se muera de hambre en medio de un sistema sanitario colapsado. Mientras Venezuela agoniza, el robo y el narcotráfico se imponen en las más altas esferas de poder y la degradación social es imparable. Porque, a estas alturas, no es posible ser indiferente a las imágenes de un pueblo antes rico y hoy comiendo de los tachos de basura, o a las de los miembros de la oposición quemados o abaleados por las fuerzas de seguridad. Todo ello mientras su presidente baila, ríe y cuenta chistes como si nada ocurriese.
En una carrera por salvar el pellejo y preservar la estructura mafiosa que lo sostiene, Maduro se ha quitado la máscara y muestra al chavismo en toda su infame perversión. Para los que hemos venido denunciando, desde hace varios años, la entraña autoritaria del populismo nacionalista fundado por Hugo Chávez, no nos sorprende en lo más mínimo su último engendro político. La Asamblea Constituyente que tiene como misión “transformar al Estado” –o mejor dicho al esperpento que queda de él– reemplazará el voto popular por el voto indirecto, a todas luces manipulado por las organizaciones afines al régimen. Así, el chavismo construye el último anillo fascistoide para salvarse de un fin, que por el colapso económico y el aislamiento (salvo Irán o la Rusia de Putin), es inexorable.
Sin embargo, para los que anhelan morir matando se hace necesario arrasar con “los partidos políticos burgueses” e imponer, de una vez por todas, al Partido Socialista Unido de Venezuela. Su operador estrella Diosdado Cabello, acusado de dirigir un cártel de narcotráfico, apareció el martes ante las cámaras, en el mejor estilo hamponesco que lo caracteriza, dando “fe de vida” de un detenido político: Leopoldo López.
Es obvio que con este tipo de interlocutores a la oposición solo le queda salir a las calles y apoyarse en la solidaridad de la comunidad internacional. En el LASA de Lima, que culminó esta semana, me encontré con una de las participantes de las jornadas en la Academia Nacional de Historia. “Ya no quiero guardar esperanzas de cambio para no seguir sufriendo”, me dijo una joven historiadora, entristecida por la tragedia de su patria. Espero que el Perú lidere la reacción contra un gobierno que no solo amenaza la estabilidad de la región sino que tiene a millones de ciudadanos secuestrados en aras de un “socialismo siglo XXI” que ha sido transformado en una pesadilla criminal y siniestra.