Después de dos años fuera de las escuelas, esta semana los estudiantes peruanos deberían volver a clases presenciales. Sin duda, debería ser una semana de celebración. Pero el regreso será desigual, porque la desigualdad es la norma en nuestro país.
Los países latinoamericanos son los que han mantenido el cierre de las escuelas más largo del mundo. Más que ninguna otra región, pese a que la educación es un factor fundamental para impulsar el desarrollo de un país. Sus efectos positivos sobre la prosperidad de las personas incluyen mejores oportunidades en el mercado laboral y mayores ingresos, que se ven reflejados en la mejora de las condiciones económicas a nivel familiar. Esto, a su vez, les permite escapar de las trampas de pobreza, rompiendo el círculo de pobreza intergeneracional. Esa que se transmite de padres a hijos.
Según un estudio de Unesco, el Banco Mundial y Unicef, debido al cierre de los colegios, esta generación de estudiantes podría llegar a perder US$17 billones en ingresos a nivel global producto de la caída en su nivel educativo y al riesgo de quedar fuera del sistema. Así, un estudiante promedio perdería US$25.000 en ingresos a lo largo de su vida.
Unicef calcula que 3,1 millones de adolescentes y niños latinoamericanos no continuarán sus estudios una vez que reabran las escuelas. En el Perú, el abandono escolar era uno de los mayores problemas que veníamos enfrentando junto con la baja calidad del aprendizaje. Recordemos que en el 2019 solo el 17,7% de los alumnos de segundo de secundaria podían resolver problemas matemáticos y el 14,5% entendía lo que leía. Esto significa que de cada 100 alumnos solo 14 entiende lo que lee. Solo en el 2020, 300.000 estudiantes dejaron de ir al colegio.
La educación a distancia ha tenidos impactos desiguales, afectando en mayor medida a los niños de los hogares más pobres y los de las zonas rurales. La falta de acceso a Internet, una computadora o un teléfono móvil impedía que los niños accedieran a los servicios de educación. Y son precisamente estos niños de hogares pobres los que tienen mayores dificultades para el aprendizaje. La desigualdad en la infraestructura educativa, además, es uno de los factores que promueve la desigualdad socioeconómica. Así, un estudiante del NSE A/B obtendrá mejores resultados no solo porque pertenece a dicho estrato, sino porque el colegio tendrá un impacto positivo. Mientras que en el caso de los alumnos de los niveles más pobres ocurrirá lo opuesto: no solo tienen el problema del efecto negativo de su condición socioeconómica, sino que las características de su escuela los perjudican. De acuerdo con cifras del Ministerio de Educación, al 2020, el 58% de los colegios nacionales tiene acceso a agua por red pública, el resto se abastece con camiones cisterna, pilones públicos, pozos o ríos. Solo el 36,7% tiene acceso a desagüe por red pública y el 10% de las escuelas rurales no tiene electricidad. Solo 7.492 colegios en el Perú tienen acceso a servicios de luz, agua, desagüe e Internet. Y 21.718 colegios tienen infraestructura en riesgo.
La incapacidad del Estado Peruano es una realidad que conocemos y que discutimos constantemente. Esperar una mejora de la gestión pública en el corto plazo es iluso. Propongo entonces que desde el sector privado evaluemos cómo podemos contribuir a sacar adelante el sector educación. El primer paso es involucrarnos en la discusión, entender la realidad de millones de niños peruanos que nacen en desigualdad y que quedan excluidos del sistema. Hagamos propuestas concretas, invirtamos en educación, ayudemos en la capacitación de maestros, donemos nuestro tiempo y nuestros recursos. Compartamos nuestro conocimiento. Es válido también mirar al sector educación como una oportunidad de negocio para generar bienestar. Hagamos que la educación sea asequible y, con ello, igualemos la cancha. Utilicemos, por ejemplo, mecanismos como Obras por Impuestos, a través de los cuales el privado puede ayudar a cerrar la brecha de infraestructura de calidad. No involucrarnos no debería ser opción.
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