Gonzalo Banda

Hay dos momentos en los que a Lima le preocupa la radicalidad en las regiones y, especialmente, en el sur: en elecciones y en protestas sociales. Descubren la existencia de ciudadanos bárbaros y exóticos que tienen agencia y demandas, y que –para sorpresa de muchos– son también peruanos. No seamos ingenuos; lo que sucede en nuestras regiones solo importa si permite la estabilidad del negocio, tanto así que la reforma de la descentralización fue abandonada a su suerte y a nadie le importó un comino. Los regionales y locales se convirtieron, en muchos casos, en camarillas de corruptelas sin ningún estímulo para desarrollar un proyecto político de largo aliento. Las élites regionales perdieron todo tipo de influencia en la política nacional y se concentraron en sus negocios. Se dejaron espacios que fueron llenados, y muchos de los que los llenaron llegaron desde los linderos de la ilegalidad y la informalidad; los únicos interesados y con estímulos para la organización colectiva.

Un primer paso para salir de este laberinto es reconocer y defender la unidad del Perú con acciones de gobierno. Ni siquiera las revoluciones y tomas de tierra más radicales que surgieron en el sur peruano, tanto en Puno como en Arequipa y Cusco, pusieron en tela de juicio la unidad del Perú. Tenían un proyecto republicano, tal vez alternativo, pero jamás segregacionista. Basadre se cansó de decir que Arequipa era la ciudad que mejor representaba la república, no que la dividía; desafiaba la visión central y a las dictaduras, pero jamás se planteó una escisión seriamente. Sin embargo, defender la unidad del Perú no solo significa ponerse un polo blanco para marchar por la paz bajo un estribillo de los Beatles, o gritar con alaridos: “¡honor y gloria!”. Hay que estar dispuestos a escuchar. De lo contrario, razonaremos como el premier Otárola, que dijo que estaban obrando de esta manera porque tenían información de que se venía una “asonada contra Lima”; es decir, se permitió la asonada en Puno para que no nos caigan los cerros desde Puno. El miedo atávico a la indiada insumisa de la que hablaba Portocarrero persigue a nuestro premier, que no ha mostrado ningún rubor ante la sangre derramada ni ha asumido ninguna responsabilidad política en la matanza, en un acto de indolencia política escalofriante hasta para nuestros estándares.

Ni la presidenta Dina Boluarte, ni el Congreso, cuando se suscitó el intento de autogolpe de Pedro Castillo, manifestaron rápidamente su voluntad de desprenderse del cargo y de convocar a elecciones. Al contrario, se reafirmaron en el puesto hasta el 2026. Lo que debió ser una transición de gobierno abierta a la ciudadanía y sumarísima, se convirtió, delante de muchos compatriotas, en un ajuste de cuentas político. Cuando se dieron cuenta de que la pradera se había incendiado, adelantaron los plazos, pero ya era tarde. Incluso hasta el lunes, los congresistas extraviados en su desvarío de una reforma política desconectada de la ciudadanía seguían insistiendo en sus plazos ineluctables. Tuvieron más de un año y medio para hacer reformas políticas, pero ahora resulta que, de pronto, amanecieron reformistas republicanos. Algunos, más osados, incluyeron la reelección parlamentaria como para estar en sintonía con la población, ¿no? Quizás blindar a violadores y dilatar investigaciones sea lo de ellos. Se merecen toda la desaprobación ciudadana que han cosechado.

Para desatar este nudo es necesario distinguir los reclamos históricos y perdurables de una parte del sur peruano con esta específica crisis política. Es cierto que hay una agenda estructural pendiente relacionada con los recursos mineros y gasíferos, la reducción de los costos energéticos, el acercamiento de los servicios públicos y una mejor redistribución de la riqueza; pero esa no es la causa última de estas protestas. La causa es fundamentalmente política y se solucionará desde la política. No pueden permanecer en su cargo los responsables políticos de la represión violenta –un estándar mínimo en gobiernos democráticos–.

Vivimos ya en medio de la barbarie. Más de 40 muertos civiles y un policía calcinado dan cuenta del desgobierno tras los saqueos y el vandalismo. Pero precisamente para restaurar el gobierno y proteger las libertades se requieren políticos que tengan autoridad moral para dialogar. De lo contrario, nos habituaremos a que peruanos sean asesinados impunemente. Ya no seremos un país que sangra, sino uno al que no le importa sangrar. Adelantar elecciones en el más breve plazo posible no es una opción más, sino quizá la única vía para por lo menos reducir la tensión social, y ni siquiera esa premura es garantía de que será perdurable. No nos engañemos: hemos entrado en un espiral de desgobierno inevitable y no hay reforma institucional capaz de detenerlo, quizá solo de desacelerarlo.

Gonzalo Banda es analista político

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