El 16 de diciembre pasado Mario Vargas Llosa publicó lo que será su última columna de opinión, su última “Piedra de toque”, título que engloba su amplísima producción periodística. Ya antes en octubre, en su última novela, “Le dedico mi silencio”, anunció que esa sería la última. Resulta imposible para quienes hemos crecido leyendo a MVLl evitar sentir cierta nostalgia por lo que será romper con lo que ha sido una constante de nuestras vidas: esperar su próxima columna o novela.
Si me permiten una nota personal, yo empecé a interesarme por los asuntos públicos hacia 1977-1978; para entonces MVLl era ya un novelista consagrado (impresiona pensar en todo lo que ya había escrito y todo lo que publicaría después), y retomaba la redacción más regular de sus columnas (después de su etapa 1964 -1968), que aparecían en Lima en “Caretas” y en El Comercio. No solo era reconocido como un gran escritor; un poco más adelante, en 1981, aparecía como una figura habitual en la televisión, a través de su magnífico programa dominical La Torre de Babel, en Panamericana, y poco más adelante como personaje de gran relevancia política, al asumir la conducción de la comisión investigadora de los sucesos en Uchuraccay, a inicios de 1983. Digamos que desde que empecé a interesarme por lo que sucedía en el país y en el mundo, MVLl aparecía como un hito ineludible en el debate público y nunca dejó de serlo. Parte importante de mi formación inicial pasó por la lectura de sus artículos, por intentar entenderlos, descifrar sus referencias. De esos años de adolescencia y juventud recuerdo vívidamente algunos artículos, que había incluso recortado del periódico y conservado por muchos años; eran los más accesibles para un lector bisoño como era por entonces, por ejemplo, sus crónicas de los partidos del Mundial de España 1982 o su texto “¿Un champancito, hermanito?” de 1983, que retoma en su última novela.
Desde entonces las columnas de MVLl marcaron para mí una agenda de autores por conocer, de preocupaciones por temas políticos contemporáneos por comprender y de aficiones artísticas a cultivar, cubriendo las artes escénicas, exposiciones en museos y galerías de arte, el cine, la música y un largo etcétera. En ellas, además, nos dejaba saber de sus gustos, episodios de su vida familiar, de sus viajes por el mundo, encuentros con personajes de todo tipo. Para un peruano, las opiniones de MVLl resultaban en efecto una piedra de toque para valorar nuestras realidades locales desde una perspectiva global. Todos pecamos inevitablemente de cierto nivel de provincianismo, asumimos como normales cuestiones extraordinarias (en lo malo y en lo bueno), o nos parecen sorprendentes eventos que ocurren frecuentemente en contextos similares. O le damos importancia a cuestiones intrascendentes, y nos resultan inadvertidos los sucesos más relevantes. MVLl aparecía como un magnífico punto de referencia, ya que como intelectual se situaba “por encima” de las contingencias políticas locales menudas, desde la mirada de un liberal honesto y profundamente comprometido con el país; uno de los pocos peruanos verdaderamente universales, nunca dejando de ser esencialmente peruano. Esto cambió por supuesto con su candidatura presidencial de 1990, pero incluso en esa ocasión se trató de un ‘outsider’ institucionalista, fiel a los principios que habitualmente defendía, como explicó después en su libro “El pez en el agua”.
Con el tiempo, por supuesto, uno va desarrollando su propio criterio y opiniones, y el propio MVLl fue también cambiando las suyas. No por ello sus columnas dejaron de ser relevantes: se lee a un columnista no solo porque le ayuda a uno a elaborar mejores puntos de vista compartidos, también para entender la lógica y sentido de razonamientos contrarios a los que profesamos. Por ello, para mí, MVLl nunca dejó de ser esa unidad de medida, ese punto de referencia para pensar la política, la cultura, el arte, el Perú y el mundo contemporáneo. Extrañaremos leerlo cada quince días.