El drama de la transferencia del gobierno edilicio en Lima es tan solo uno entre los más de dos mil dramas presentes en la cesión de los gobiernos subnacionales en todo el país. A pesar del escándalo, la animosidad con la que procede el cambio de gestión en la capital es, en comparación con otros, menos grave. En la mayoría de casos priman escenarios donde no hay posta que dejar porque simplemente se abandonan los cargos y campea el desahucio administrativo. Si las partes encargadas no son capaces siquiera de comunicar las contraseñas de las cuentas oficiales en redes sociales, imagínese el resto del inventario. Estos son solo algunos resultados de una profunda crisis estructural que sufre la institución municipal a lo largo del territorio.
La transferencia es un proceso administrativo ideado para ángeles: ni siquiera la Contraloría participa activamente. Parte de la premisa de la colaboración mutua, de un proceso ordenado capaz de asegurar la continuidad de un proyecto común.
¿Qué sucede cuando la autoridad saliente ha sido rival electoral apenas unas semanas antes de la sucesión? ¿Cuál es el ánimo de ceder el poder al enemigo político, al potencial promotor de una revocatoria? ¿Qué de bueno puede resultar para los vecinos si quienes lideran las gestiones –la saliente y la entrante– ni siquiera se reúnen para tomarse un té? ¿Sabe usted que para la transferencia en Lima, Susana Villarán y Luis Castañeda no se reunieron?
El escenario se complica cuando no existe un modelo a seguir ni mucho menos una tecnocracia que, en el peor de los casos, pueda gobernar una ciudad en “piloto automático”. Lima ha sido dirigida en las últimas décadas por proyectos personalistas. Obras de Belmont, Somos Perú de Andrade y Solidaridad Nacional de Castañeda llevaron al cabildo a funcionarios leales a los designios del político articulador (que ni siquiera llegó a caudillo). Sus gobiernos fueron réplicas de su estilo inorgánico. Cuando se intentó algo más que eso –Fuerza Social o Diálogo Vecinal de Villarán–, el intento no cuajó. Salvo la transferencia entre Belmont y Andrade, todas las demás se dieron entre rivales políticos directos; con la suficiente sangre en el ojo para sabotear al sucesor y borrar lo avanzado por el antecesor.
A diferencia de lo que sucede en el Gobierno Central –donde queramos o no la lógica de la economía de mercado ganó la batalla de las ideas–, la transmisión de mando en Lima carece de sentido común.
Simplemente no hay ideas que imponer, debatir o negociar. Nadie quiere “construir el segundo piso” de su antecesor (Toledo dixit); cada cual tiene complejo de Adán.
Se asume la gestión de la capital como una escala (¿imposible?) hacia Palacio y no como el “premio mayor” (recuerde que todos los alcaldes capitalinos citados han sido candidatos presidenciales).
El incentivo no es pasar a la historia ni servir como funcionario público, sino escalar intereses particulares.
En este contexto llegamos a un aniversario más de la ciudad, asentando el camino de la improvisación y del cortoplacismo sin alternativa viable. Como resultado, las transferencias fallan en sus dimensiones política, administrativa y técnica.