Un proceso electoral tiene que estar encuadrado en un marco legal e institucional que posibilite una competencia electoral lo más justa posible. Los políticos podrán hacer sentir su presencia y defender sus propuestas y, por otro lado, la ciudadanía irá tomando partido por las opciones que más confianza y entusiasmo le despierten. Todo esto es justamente lo que no ocurre en el Perú por acción precisamente de los organismos encargados de velar para que las preferencias ciudadanas representen la última palabra en el proceso de renovación de las autoridades.
Ya se expulsó de la competencia electoral a Julio Guzmán y a César Acuña, candidatos que tenían más del 20% de las intenciones de voto. Y en la raíz de esta eliminación hay una evidente falta de criterio que se expresa en la tautología “la ley es la ley”.
Por falta de criterio entiendo la dificultad para juzgar, la incapacidad de discriminar lo importante de lo secundario. En el caso de Guzmán es evidente la desproporción entre la falta cometida y la sanción recibida. Es cierto que no actuar según los propios reglamentos representa una infracción que debe ser sancionada. Pero no con la descalificación que significa negar el derecho de competir en la contienda electoral y defraudar las expectativas de una fracción creciente de la ciudadanía que apoyaba a Guzmán.
Otro tanto ocurre con Acuña, quien, por regalar quince mil soles, ha sido eliminado del proceso electoral. La condena de la ciudadanía hubiera sido mucho más adecuada que la sanción legal. Hecho que ya estaba sucediendo, pues su candidatura ya estaba desplomándose antes de que fuera eliminada del proceso. Y más que por las dádivas clientelistas, por los plagios que sindicaron a Acuña como un farsante e impostor.
Si el Jurado Nacional de Elecciones (JNE) fuera consecuente, tendría que aplicar a Keiko Fujimori y, probablemente, a Pedro Pablo Kuczynski la misma penalidad. Pero como ello significaría la distorsión total del proceso eleccionario, es muy difícil que el JNE siga insistiendo en que “la ley es la ley”.
Ya se elaborará alguna sutileza legal, una leguleyada, por la que se “explique” la diferencia entre los casos de Acuña y Fujimori. Y otro tanto sucederá con la candidatura de Kuczynski.
Tenemos que preguntarnos: ¿por qué se hace prevalecer una ley, puntual y desproporcionada en sus penalidades, sobre la Constitución, que instituye el derecho de elegir y ser elegido? Una primera hipótesis, muy comentada, apunta a la parcialidad del JNE, demasiado influido por el Apra y el fujimorismo.
Sin desmentir totalmente este aserto, debe notarse que quienes se han beneficiado del retiro de Guzmán y Acuña han sido Kuczynski, Barnechea y Mendoza. Por tanto, es claro que si la intención de los jueces era beneficiar a esas fuerzas políticas el tiro les salió –definitivamente– por la culata. En cualquier forma esta explicación no anula una segunda hipótesis que remite a la concepción de la ley que reina en nuestro país.
“Progresismo abstracto” fue el nombre con que Jorge Basadre caracterizó la mentalidad de los miembros de la primera Asamblea Constituyente en el Perú; aquella que se reunió en 1822 bajo el liderazgo de Javier Luna Pizarro, Francisco Javier Mariátegui y José Faustino Sánchez Carrión.
Los primeros padres de la patria creían en la omnipotencia de la ley. Por tanto, pensaban que el antiguo orden colonial se desmoronaría apenas se divulgaran las leyes del nuevo régimen republicano. Pero el resultado fue una brecha creciente entre el dominio de la ley y el de las costumbres. Algo, mucho, de esta mentalidad ha permanecido en nuestros abogados y legisladores que siguen pensando que la transformación de la realidad se logra, sobre todo, gracias a cambios legales.
En el mismo sentido, debe mencionarse el formalismo jurídico, el culto al ordenamiento legal expresado en la máxima “la ley es la ley”. Actitud que supondría la existencia de un universo de leyes, todas coherentes entre sí, de manera que cada situación estaría perfectamente normada. Pero este precepto se invoca solo en ciertas circunstancias, pues hay contextos que hacen visible el absurdo de una perspectiva donde se valora la corrección de los procedimientos sin tener en cuenta la voluntad ciudadana.
El “progresismo abstracto”, con su tendencia a legislar ignorando la realidad, y el formalismo jurídico, que sobredimensiona la importancia de los procedimientos en desmedro de la justicia, tienden a producir una legislación rígida e inaplicable que termina por desprestigiar y obstaculizar la propia vigencia de la ley.