La nueva Ley Universitaria aprobada por el Congreso contiene aspectos interesantes que no deben ser mezquinados y errores groseros que demandan una revisión para limpiarla de vicios de inconstitucionalidad y de errores conceptuales.
Se trata de una ley extensa y compleja. No incurriré en la pretensión de cubrir en un artículo el análisis de una ley, que por lo menos debió aprobarse por capítulos.
Un aspecto interesante es el que se haya debatido sobre la universidad. Luego de treinta años de vigencia, la Ley 23733 había perdido capacidad para enmarcar el funcionamiento de las universidades. Sus disposiciones no incluían los cambios experimentados en la producción de conocimiento y organización académica de su transmisión, que es la esencia de la universidad. Lástima, sin embargo, que durante la elaboración de la ley hubiese tanto diálogo de sordos, tanta intolerancia y tanta resistencia a admitir cambios de un lado y propuestas del otro.
Debo, por otra parte, lamentar los errores cometidos durante el debate por el pleno, que llevó a una aprobación apresurada y en un contexto que advierte sobre una vigencia conflictiva de la ley y de cuestionamientos a su constitucionalidad. No es pues exagerado presumir que la ley tendrá una corta duración; un cambio en la correlación de fuerzas políticas en el Congreso que se instale en el 2016, probablemente, la derogará, al menos parcialmente. Si esta presunción es correcta, ¿tiene lógica haber renunciado al consenso que exigía una ley tan compleja, para imponerla con apenas 55 votos sobre 130 representantes; es decir, apenas el 42% de los congresistas? Se dirá que había mayoría reglamentaria, pero ese argumento no invalida que fue una ley aprobada por la minoría de las fuerzas representadas en el Congreso.
La vehemencia es el peor camino para aprobar una ley. Esta se configura como una estructura lógica que responde a la naturaleza de la cosa sobre la cual se legisla. Cuando el legislador se aparta de este camino para imponer contenidos ajenos a la pretensión esencial del asunto legislado; por ejemplo si se trata de universidades el conocimiento y la libertad académica para acceder a él, la ley puede voluntaristamente ignorar ese principio autonómico, pero su aplicación será una preciosa inutilidad, porque solo generará resistencias, descontentos, protestas y rechazos.
Me temo que algo parecido puede suceder con la nueva Ley Universitaria. Me refiero en este escrito exclusivamente al asunto de la creación de la Superintendencia Nacional de Educación Superior Universitaria, de la que se ocupa el capítulo segundo. Objeto en primer lugar que el texto aprobado contenga el despropósito de juntar dos leyes concebidas con lógicas no solamente distintas, sino opuestas. Se trata de lo siguiente: la ley en sus artículos 8, 9, 10 y 11 trata de la autonomía universitaria y se acerca de algún modo a lo dispuesto por el art. 18 de la Constitución. Así, reconoce autonomía normativa, de gobierno, académica, administrativa y económica, asumiéndose que dentro de la Constitución y la ley cada universidad ejercerá sus competencias autonómicas. Pero resulta que en el capítulo segundo fruto de una fusión de última hora, la ley introduce la Sunedu, a la que la ley le da autonomía técnica, funcional, económica, presupuestal y administrativa, con una lógica de capacidad rectora de un sistema que subordina a este organismo a todas las universidades. Los arts. 12 y 13 de la ley señalan que se trata de una concepción en fondo y forma, diferente y contraria a la autonomía que consagra el art. 18 de la Constitución.
Con sabio criterio, el maestro Konrad Hesse sostiene que una ley no puede jamás contener antinomias, es decir una disposición que niega y contradice a otra de la misma materia, porque ello genera un caos legislativo que solo lleva a mayores problemas que los que se pretende resolver. En efecto, basta la lectura de los incisos 15,3; 15,4; 15,5; y 15,6 del art. 15 sobre funciones generales de la Sunedu para rápidamente concluir que la autonomía académica concedida en el art. 8,3 queda literalmente imposibilitada de eficacia jurídica por la mayor capacidad de imperio que la ley otorga a los atributos de la Sunedu.
Del mismo modo, es tan ambiguo lo que la ley dispone sobre el licenciamiento de universidades a cargo de la Sunedu que no se precisa si esta función es solo para la creación de nuevas universidades o si también las ya creadas, por muy antiguas que sean, están supeditadas a la renovación de licencia de funcionamiento por este organismo. Detengo aquí, por el momento, mi análisis pero lo expuesto me convence de que en esta materia la mayoría relativa que aprobó la ley no solo actuó con ligereza, sino también con lamentable torpeza legislativa.