Maite  Vizcarra

La polémica reciente en torno del colectivo llamado no solo plantea cuestiones con relación a los límites de la libertad de expresión o la noción de tolerancia, entre otros asuntos, sino que también nos muestra que todavía podemos estar desinformados sobre lo que se conoce como terrorismo digital, discursos de odio y posverdad.

A modo de actualización, habría que recordar que las están llenas de troles, odiadores y ‘fake news’, dadas las especiales características de anonimato y transnacionalidad que tienen esos lugares, además de la rápida y fácil difusión de todo lo que allí se coloque. Por eso son un lugar idóneo para que los grupos violentos y las bandas urbanas ‘off line’ puedan difundir sus discursos de rabia.

A su vez, organizaciones como el Consejo de Europa ya han establecido con claridad que el terrorismo digital se acerca a conductas como el fomento, la promoción o la instigación del odio, y la humillación o el menosprecio hacia una persona o un grupo de personas. Y es que los odiadores y violentos han venido para quedarse y son parte –lamentablemente– del paisaje que nos han legado las antes amables redes sociales en este siglo XXI.

Pese a que hay maneras judiciales de enfrentarlos, aunque la mayoría de veces sea de manera individual, en otras latitudes también se están dando esfuerzos institucionales por disminuir los efectos nocivos de este tipo de grupos.

Sin ir muy lejos, en Chile ha empezado un debate sumamente interesante en torno del eventual control que va a empezar a ejercer sobre los contenidos digitales la llamada Comisión contra la Desinformación, recientemente creada por decreto. Esta comisión, adscrita al Ministerio de CTI (ciencia, tecnología e innovación) tiene como misión asesorar al Ejecutivo –vía la ministra CTI– en asuntos en los que se pretende “comprender un fenómeno social muy novedoso, qué es, cómo ocurre y qué significa en Chile”.

Ese fenómeno “muy novedoso” no es otro que el nivel de influencia que la digitalización puede tener en nuestras vidas en la creación de la opinión pública, a través de lo que consumimos como hechos, pero, sobre todo, respecto de lo que calificamos como opinable. Al parecer, en nuestro país vecino se ha establecido una gravitante preocupación entorno de cuánto y qué se consume en las redes sociales, pues ello podría estar influyendo en la ciudadanía. Pero no solo eso, pues la actividad digital en las redes sociales podría estar afectando los niveles de popularidad del gobierno a través de discursos de desprecio.

La idea de que una parte importante de la población es susceptible a la manipulación de sus preferencias políticas vía productos digitales es la hipótesis que suele justificar instituciones como la mencionada Comisión contra la Desinformación chilena.

Y aunque la desinformación ciertamente representa un riesgo para el sistema político al buscar distorsionar el debate público, engañar a los electores o fomentar el desprecio hacia los oponentes, todavía es una hipótesis que debe analizarse con algunas limitantes: primera, cuánta gente entiende lo que pasa en las redes sociales, es decir, cuán alfabetizados digitalmente estamos; y, segunda, cuánta gente está conectada adecuadamente a Internet.

Los ‘haters’ –odiadores– indignan a todos, aquí y allá. Y las formas de diluir su efecto pernicioso tienen que pasar por entender cómo es que se empoderan de manera tan eficiente.

Tal vez, en parte, la popularidad, resonancia e influencia que logran se justifique en que se les da demasiada cobertura, siendo apenas tan solo “cuatro tristes gatos”.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Maite Vizcarra es tecnóloga, @Techtulia

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