El martes por la tarde, el Banco de la Nación publicó un post saludando el Día Internacional de la Familia. Media hora después, las redes sociales estallaban en ira, odio y mezquindad bajo el argumento de que cómo es posible que se degrade así a tan sagrada institución. Reviso mis mensajes de WhatsApp: los productores de mi programa radial no dejaban de comentar la bomba que significaría al aire ese tema. Yo, en honor a la verdad, seguía sin entender qué estaba pasando.
Quise revisar nuevamente la publicación del banco, pero ya la habían retirado. Entonces hice un breve ejercicio de memoria y recordé que se veía a una mujer con un niño en brazos, a una niña en silla de ruedas con un hombre y una mujer, a dos hombres con un niño en hombros y a una mujer y a un hombre con dos niños. En los cuatro casos todos se veían felices. ¿Tanto barullo por eso? Seguía sin entender.
Al día siguiente, consulto entre los oyentes del programa por la publicación, haciendo previamente una breve descripción de lo que yo había visto. Pedí que llamaran a la radio y me di cuenta, con profunda pena, de que en el Perú todavía hay personas que creen que son dueñas de los derechos de los demás. Concluí que cada uno ve lo que quiere de acuerdo con sus ángeles o demonios personales.
Y así, minuto a minuto, me daba cuenta de que donde vi a una mujer con un niño en brazos – seguro una madre con su bebé–, algunos encontraron una pecadora que se encamó con alguien, una fornicaria con el fruto del pecado en brazos, una despreciable madre soltera. Donde vi dos hombres con un niño –a lo mejor un padre con su hijo y su mejor amigo al lado, un hombre que sabrá dios por qué motivos se ha hecho cargo de ese niño–, otros encontraban a un par de homosexuales, maricones, maricas, mariquitas, degenerados que seguro se besan en las puertas de las iglesias y se toquetean en el Metropolitano. Y pobre niño, que recibe ese ejemplo . Donde vi a una niña en silla de ruedas con su papá y su mamá, otros vieron a una pobrecita que jamás será como las demás niñas porque en las universidades no hay rampas de acceso y las personas en sillas de ruedas solo consiguen trabajo de ascensoristas (eso me escribió una persona en el Twitter, aunque usted no lo crea). Y por último, donde vi a una familia feliz, otros tantos vieron a la familia perfecta, el hombre con valores morales inquebrantables y la mujer que, según las sagradas escrituras, cumple su misión en la tierra que es servir a su esposo (eso me lo dijo una señora al aire, en vivo y en directo, y se identificó como cristiana).
Me encanta escuchar a la gente, intercambiar ideas, discutir y sustentar. Coincido plenamente con el lema de la radio, ‘Tu opinión importa’, pero parece ser que hay personas que se sienten dueñas de la verdad, la moral y los destinos ajenos. En medio de ese huracán de opiniones a favor y en contra de lo publicado por el Banco de la Nación, de pronto ingresa la llamada de un señor: “Lo que pasa, Galdós, es que tú no tienes familia, porque familia es papá, mamá e hijos y por lo que tú has contado y, hasta donde sabemos, tú no tuviste papá”. Me acordé automáticamente cuando a los nueve años, estando en el colegio, nos entregaron una circular pidiendo autorización a los padres para hacer la primera comunión. Debía ser firmada por papá y mamá; sin ambas firmas las puertas del cielo no se abrirían para mí. Recordé también la eterna pregunta de mis amigos cuando iban a mi casa: “¿Y tu papá dónde está?”. Y vino a mi memoria la cara que siempre ponía la gente cuando respondía: “Yo no tengo papá”. Como dijo el poeta César Vallejo: “Hay, hermanos, muchísimo que hacer”.
Esta columna fue publicada el 20 de mayo del 2017 en la revista Somos.