Deberíamos sentir un terror metafísico ante las próximas elecciones municipales y regionales, por saber quiénes serán los nuevos asaltantes del botín presupuestal de cada localidad. El ejercicio actual de la Presidencia de la República ha puesto en vitrina nacional los usos y costumbres prevalecientes en muchos de esos gobiernos. El espectáculo debería tener cuando menos una utilidad pedagógica para tomar conciencia acerca de la necesidad de empezar a plantear una reforma profunda de la descentralización.
En realidad, la descentralización ha sido la única gran transformación estructural del Estado Peruano en las últimas décadas. Si hace 30 años los gobiernos subnacionales ejecutaban apenas un 3% o 4% de la inversión pública, hoy ese porcentaje llega casi al 70% (sumando gobiernos locales y regionales), donde las municipalidades ejecutan cerca del 45%. Es decir, una descentralización masiva de la obra pública ocurrida, además, en el período de mayor crecimiento económico del país. Las instancias locales han recibido una inyección de dinero fabulosa para el nivel de desarrollo institucional que tenían y tienen.
Ha sido, de paso, el acto de redistribución social de la riqueza más importante de la historia del país, aunque se beneficiaran las mafias. Es posible, sin embargo, que esa redistribución haya ayudado a que los ingresos rurales se incrementaran en mayor proporción que los urbanos en los últimos 25 años, como registra Richard Webb, gracias, entre otras cosas, a la inversión local en vialidad (aunque parte de esto lo hizo Provias Rural).
Ese flujo de recursos ha disparado una competencia de movilidad política ascendente entre los pueblos. Hay una carrera por ser distrito, que comienza por lograr el estatus de “municipalidad de centro poblado”, que ya recibe rentas. Hay nada menos que 2.859 municipalidades de centro poblado (en la Sierra todas las comunidades quieren serlo), 1.678 municipalidades distritales, 196 municipalidades provinciales y 25 gobiernos regionales.
Para comenzar, es inmanejable una estructura de gobierno de hasta seis niveles: comunidad, centro poblado, distrito, provincia, región y gobierno nacional. Ricardo Vergara proponía fortalecer la provincia convirtiendo a los distritos en unidades desconcentradas. Pues en la actualidad, como ha señalado Antonio Zapata, la municipalidad provincial es apenas una coordinadora, de modo que la gestión se atomiza.
Pero, además, no existe una masa crítica de profesionales y técnicos para tantos gobiernos de tantos niveles. En parte, por eso las gestiones se basan en relaciones familiares y amicales de reciprocidad –lo que deriva en corrupción–, y no en criterios meritocráticos.
También por una combinación de dos factores: las municipalidades fuera de Lima recaudan muy poco. Más del 70% de sus ingresos proviene de transferencias del gobierno central, y entonces no tienen incentivos para cobrar tributos y carecen, por lo tanto, de una base de ciudadanos contribuyentes fiscalizadores. Reciben plata caída del cielo y la gastan como reyezuelos patrimonialistas: sin control local. Una solución sería disponer que las municipalidades vivan solo de lo que recaudan –lo que las obligaría a cobrar el predial desarrollando ciudadanía vigilante– y trasladar los recursos del Foncomun a entidades autónomas muy profesionales que ejecuten la obra y los servicios que los gobiernos subnacionales no brinden.
El otro factor es el inaccesible costo de la formalidad, que hace que los sectores emergentes finalmente encuentren más fácil colonizar un gobierno local o regional para prosperar vendiendo licencias, obras y puestos burocráticos, que prosperar en una empresa formal. El problema es que esto instala un círculo vicioso, porque si la función pública se vuelve extractiva, en lugar de servicial, lo que hace es encarecer aún más la formalidad o cobrar por operar en la informalidad. Es el reino de la extorsión.
Por eso, una reforma de la descentralización tiene que venir de la mano de una reforma profunda de la formalidad. Mientras tanto, preparémonos para el saqueo.