Desde el gobierno de Valentín Paniagua, no escuchaba –al menos de una manera contundente– a alguien intentar poner en la agenda política la contradicción entre la cultura de la democracia, que es la cultura del ciudadano, y la del capitalismo, que es la del mercado. Paniagua intentó construir institucionalidad democrática, algo que no se advertía desde el remoto gobierno de Fernando Belaunde Terry, que comenzó en 1963, y cuya máxima expresión de dicha institucionalidad que define la calidad del ciudadano y empodera al pueblo son las elecciones municipales.
Ahora Julio Guzmán, del Partido Morado, ha puesto nuevamente el tema sobre el tapete cuando en una entrevista con El Comercio el pasado 8 de marzo señaló: “La derecha cree que la tarjeta de crédito es más importante que el DNI”. Esta frase quedará grabada en los anales de la política peruana. Y tiene lógica; porque para acceder a una tarjeta de crédito hay que contar previamente con un DNI, o, de lo contrario, los bancos no te prestarán ni un mendrugo y no podrás viajar por avión a cualquier rincón del Perú. Por ello, hay que priorizar la condición del ciudadano autónomo que decide los destinos de la nación, no solo con su trabajo, sino también con su voto.
Pero ¿qué significa ser ciudadano? En términos generales, podemos definir este concepto como la capacidad que tiene un individuo para reconocer cuáles son sus derechos y cómo puede ejercerlos. Si esta definición suena muy jurídica, recurramos entonces al libro más emblemático en esta materia, por ser precursor y haber marcado época, y porque, además, sigue siendo hasta hoy material de consulta en el tema: “Ciudadanos reales e imaginarios”, de Sinesio López Jiménez, uno de los sociólogos más renombrados de la historia peruana. En su obra, López nos propone una definición mínima de ciudadano (página 118) que sería largo desarrollar y explicar en este artículo, pero que podemos resumir en la idea de un ser humano libre, o un conjunto de seres libres, que no tiene relaciones de dependencia personal o que ha roto con estas, y que “por eso mismo, es relativamente autónomo”. Una de las ideas claves de la condición de ciudadano es que tanto él o ella (la ciudadana) son libres e iguales. En otras palabras, lo que nos hace iguales es el ser ciudadanos, no si somos empresarios, rentistas, profesionales o deportistas. La ciudadanía es la forma de dignificar al ser humano, por el solo hecho de serlo, en una democracia.
Por ello, resulta grave para el desarrollo ético de los peruanos que se trate, como quieren muchos, de construir el camino de nuestra sociedad hacia el progreso y el desarrollo a partir de categorías economicistas, y no de categorías humanistas. Porque, en lugar de que se nos diga que valemos por el hecho de ser personas (seamos hombres, mujeres o niños), los grupos de poder económicos totalmente identificables no solo a través de la prensa, sino por estudios como los realizados por Francisco Durán, introducen un discurso bajo el que se nos dice “vales porque tienes dinero” o “vales porque eres un emprendedor económico” (como si esta fuera la única forma de emprendimiento). De allí que resulte fundamental construir ciudadanía en el Perú, y un paso para alcanzarla es lo que ha hecho el presidente Martín Vizcarra al constituir un Gabinete de Ministros paritario. La democracia paritaria es una de las grandes conquistas del feminismo, que es un movimiento de liberación de la mujer contra la dominación machista y patriarcal. La democracia paritaria es reconocida internacionalmente por la Declaración de Atenas, cuyo contenido me comprometo a abordar en un próximo artículo.
Por ello, es acertado que el primer ministro Salvador del Solar haya sostenido, en una frase que tampoco escuchaba desde hacía mucho tiempo, que “queremos ponernos en el lugar del otro”. Esta es la esencia de la democracia, tal y como la define el sociólogo francés Alain Touraine, cuando afirma que “la democracia es el reconocimiento del otro”. Porque, además de la reconstrucción material urgente luego de los embates de la naturaleza, y de la necesaria e impostergable lucha contra la corrupción –que debe ejercerse sin cuartel–, debemos preocuparnos también por construir una ciudadanía con calidad moral. Y esto último solo se consigue a través de un discurso ético que se sustente en la condición del ciudadano, así como en las instituciones que contribuyan hacia este objetivo.
Esta meta, sin embargo, no podrá lograrse si sometemos la política a las relaciones mercantiles. Solo si conseguimos desligarla del fetichismo del poder y del dinero, esta se convertirá en un noble objetivo al servicio de los demás.