El proyecto de reforma constitucional que el Gobierno presentó al Congreso para convocar una asamblea constituyente murió donde tenía que morir. La Comisión de Constitución lo archivó con la rapidez que merecía, resaltando sus contradicciones, precariedades –la iniciativa tenía hasta segmentos plagiados– e inconstitucionalidades.
Era un desenlace obvio y ha sido una nítida expresión del control que el Legislativo debe hacer (y no siempre hace) de su contraparte en democracia, sobre todo cuando esta se empecina en impulsar medidas que generan más zozobra que respaldo popular. Al Ejecutivo, entonces, le toca apechugar (Aníbal Torres dijo que ahí quedará la cosa, pero con ellos nunca se sabe) y a la ruidosa minoría izquierdista que anhela hace tanto una nueva constitución le toca buscar otras vías legales para perseguir sus objetivos.
O por lo menos así debería de ser si se respeta la vía democrática, o “pacífica”, como diría Vladimir Cerrón. Porque el fundador de Perú Libre, el partido oficialista, ha sido muy transparente respecto de las alternativas que baraja para alcanzar sus fines: “En el Perú no van a haber cambios si es que no se cambia la Constitución, ya sea por una vía pacífica o sea por una vía no pacífica”, fue lo que dijo Cerrón en una escuela de formación política de su agrupación a principios de mes.
¿Será la vía “no pacífica” el plan ‘B’ al que el sentenciado por corrupción aludió en una entrevista, consultado sobre el posible naufragio de la propuesta del Gobierno? Lo que está claro es que es un llamado a la violencia. Un camino que en política solo recorren los terroristas, para quienes el coche bomba y el fusil son herramientas potables para imponerles a los demás sus delirios fanáticos.
Pero la actitud de Cerrón y su nada velado anuncio de lucha armada si la democracia no llega a sintonizar con lo que su adoctrinamiento le manda no sorprenden. El exgobernador regional de Junín siempre ha tenido una debilidad por el cliché y por el socialismo más romántico. Su alusión a la “vía no pacífica” tiene sentido con su admiración hacia Fidel Castro o su tocayo Lenin, y con la idea de tomar las armas a favor de una revolución violenta. Para él, esta es una ruta razonable para imponer cambios que solo él y un grupito de iluminados “rebeldes” logran entender como necesarios. La democracia y el Estado de derecho quedan apenas como un escollo burgués.
Lo dicho deja poco espacio para las dudas y preocupa. Porque este no es cualquier hijo de vecino ni el humilde portero de una dependencia estatal: tiene poder palpable en el Gobierno y hasta ministerios que responden a su voz de mando. Y es el Gobierno el que tendría que eventualmente ponerle coto a cualquier intento de socavar con violencia el orden democrático. Pero, llegada la hora, Pedro Castillo, como jefe supremo de las Fuerzas Armadas, ¿le pondría el pare a su padrino político? ¿Cómo reaccionaría ante una ofensiva cerronista un Estado que el Ejecutivo se ha esmerado por llenar de miembros de Perú Libre?
Es cierto que Cerrón es un megalómano y quizá le sea difícil granjearse el respaldo suficiente para poner contra las cuerdas al sistema democrático si decide explorar su “vía no pacífica”. Pero, como aprendimos en los 80 y 90, grupos relativamente pequeños de criminales pueden hacerle mucho daño al país. Y con algunos compinches salpicados en las entrañas del sector público, el escenario es aun más aterrador.
En todo caso, ya no estamos para desechar las frases de Cerrón como las de un simple fanático con sueños violentos. Está incrustado en el Gobierno con el beneplácito de Castillo y es peligroso. No se le puede perder de vista.