Empezaron los lanzamientos a la Presidencia de la República o, en rigor, los autolanzamientos sin pasar por algún filtro institucional. Por ejemplo, sin pasar por elecciones internas. La cultura del caudillismo sigue vigente ahora más que nunca. Parece que hemos retornado al siglo XIX, época en que era lo normal.
Jorge Basadre escribe sobre dos tipos de caudillismo: el militar, al que llama primer caudillismo, y el civil, el segundo caudillismo. Este fenómeno no cambió durante el siglo XX y, como vemos, continúa a la fecha porque forma parte de nuestra cultura política.
En en un capítulo de “Hacia la tercera mitad” (1996), Hugo Neira analiza a fondo al caudillo. Señala que este reemplazó al virrey. La autoridad, única y concentradora del poder durante la Colonia se reproduce a lo largo de nuestra República. El caudillo lo es todo: líder, fundador e ideólogo del partido. En aquellos partidos que tienen ideología, los que se fundaron en la década de 1930 y luego en la de 1950, el caudillo es un indiscutible. Si alguien se atrevía o se atreve a discutir su poder, se le trataba o se le puede tratar ahora de disidente o faccioso. Un potencial opositor al interior del partido es marginado y excluido. Esto se debe a que no tenemos una práctica competitiva en política, porque no hay democracia interna o, en todo caso, ella queda limitada solo para los cargos en el partido, como secretario general y otros.
En una entrevista a El Comercio, Mariano Cucho Espinoza, titular de la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE), explica: “La informalidad de la política es parte de nuestra realidad. Estos lanzamientos no son serios partidariamente [...]. Un partido que dice ser democrático debe cumplir con la ley y esta señala que entre octubre y diciembre recién se deben elegir a los representantes para la presidencia en cada partido”.
Sin embargo, incluso cuando lleguemos a estos meses, seguirá la autoproclamación o aclamación que ignora las elecciones internas, salvo excepciones. ¿Quiénes competirán internamente con Alan García, Keiko Fujimori, Alejandro Toledo y otros? Sus candidaturas se dan por sentadas, con la parafernalia que sucede en estos casos. El tema no es solo legal, tiene que ver con nuestra cultura política. Y para que esta cambie, tendrá que correr mucha agua bajo el puente.
El caudillismo es un típico fenómeno latinoamericano y español. No obstante, algunas sociedades han dado un giro de timón. Ahí están España, Chile, Costa Rica y Uruguay, en parte México y Panamá. Esta es una evolución democrática, pero en el Perú estamos estancados.
Este fenómeno se asocia al líder mesiánico, especie de enviado religioso llamado a resolver los problemas de la patria. Exacerbado en sus funciones, debido a la misión que debe cumplir, este líder de facto se coloca por encima de todos y por encima de la ley. Esto afecta no solo la institucionalidad del partido, sino del Estado, variable política que poco se analiza cuando hablamos de la debilidad estatal pero que es determinante en su funcionamiento.
La herencia colonial, basada en una visión autocrática del poder, es fuente del autoritarismo que existe y ha existido en nuestra historia política. El caudillismo derivado de esta herencia, el clientelismo, los estilos populistas en la relación caudillo-seguidores-electores y el péndulo del poder son los cuatro factores que han dañado la democracia en el Perú. Es un retroceso frente a la idea modernizadora de una democracia integral y transparente.
De estos cuatro factores, el único superado en los últimos años es el péndulo del poder de antaño en que pasábamos de gobiernos militares a civiles y viceversa. Todavía hay un alto porcentaje de peruanos que prefieren gobiernos autoritarios a los democráticos, el caudillismo sigue posicionado y el clientelismo campea en las candidaturas a todos los niveles. Continuamos amarrados a nuestro pasado.
En un artículo mío del 2010, sobre la crisis de los partidos políticos, advertí: “Mientras los partidos políticos continúen en esta situación de autismo discursivo y no hagan esfuerzos para abrir canales democráticos y de participación en sus estructuras, mientras no conecten con la sociedad civil, superando el autismo discursivo, seguirán entrampados en la crisis”.
Por lo que se ve, nada ha cambiado: la sombra del caudillo ha cubierto con su manto tenebroso a la política; el “yo digo” y el “yo hago” se han impuesto sin considerar “al tú”, al otro, y la democracia, entre diversas prácticas, implica el “reconocimiento del otro”.