“El virus tiene, creo, un tratamiento; el hambre, no”.
Esta impactante frase no lo sería tanto si no hubiera sido pronunciada por María, una mujer peruana de unos 30 años que, con sus tres hijas menores a cuestas –una de ellas, una bebe que llevaba en brazos–, echó a andar desde Lima por la Carretera Central. Luego de atravesar los Andes, a 4.500 metros sobre el nivel del mar, tras ocho días de caminata y 563 kilómetros recorridos, María llegó finalmente a su chacra en Chapanaranja, un territorio asháninka en la región Ucayali, de donde salió buscando una mejor educación para sus hijas.
Cuando un periodista le preguntó por qué tomó esa decisión que ponía en riesgo la vida de sus hijas, su respuesta fue contundente: “O nos morimos intentándolo, o nos morimos en mi cuarto”.
El Perú quedó atónito cuando decenas de miles de ciudadanos pobres iniciaron un éxodo a pie luego de que se anunciara la extensión de la cuarentena, en un acto desesperado por retornar a sus lugares de origen donde podrían encontrar refugio emocional y alguna precaria alternativa de subsistencia. Al menos, algo mejor que nada.
Cuando muchos vaticinaban, desde el temor de su comodidad, que la cuarentena prolongada iba a desembocar en saqueos y asaltos colectivos, estos peruanos llevados al límite demostraron también cuál es el extremo de su heroísmo y nobleza: prefirieron un sacrificio inenarrable, peligrosísimo y de resultado incierto, antes que agredir a otros o violar sus derechos. El Perú tiene futuro.
Por eso, nos equivocamos todos –incluido el Gobierno– cuando simplificamos la falta de cumplimiento de la cuarentena atribuyéndola a la irresponsabilidad y la indisciplina criolla. Bajo esta desobediencia, subyacía un drama social incubado en la fragilidad de la informalidad económica y la pobreza. Al margen de los irresponsables –que los hay–, la gran mayoría se vio obligada a violar la inamovilidad “para no morir en su cuarto”, en palabras de María.
A ellos no correspondía amenazarlos, ni endilgarles el mote de ‘ignorantes irresponsables’ que no entienden que pueden morir infectados por no respetar el aislamiento. Además de injusto, el trato que se les dio fue equivocado. Un reciente estudio del comportamiento humano señala que, cuando los líderes, en lugar de tratar a los ciudadanos con respeto, amenazan con sanciones para disuadirlos de su mal proceder, solo logran que estos desconfíen y reduzcan su deseo de obedecer.
Algo de eso nos pasó. Faltaron comprensión y estrategias –muy complejas, sin duda– para paliar en algo la disyuntiva de los pobres.
El mismo estudio concluye que la desigualdad en el acceso a los recursos afecta más a quienes tienen mayor riesgo de infección y de sucumbir ante la enfermedad, que son también los que en mayor medida deben cumplir las recomendaciones para evitar el desarrollo del contagio.
Agrega el informe que la mala posición económica está asociada a los bajos niveles de confianza en las instituciones, incluyendo el sistema de salud pública, razón por la que los más vulnerables socialmente hablando muchas veces no creen en las alertas sanitarias y prefieren apostar por la automedicación y las soluciones artesanales o mágicas.
Esto conduce a lo que Eric Uslaner ha denominado “la trampa de la inequidad”, que consiste en un círculo vicioso en el que la alta inequidad (injusticia/desigualdad) genera baja confianza, lo que, a su vez, promueve una alta corrupción, terminando, finalmente, en un incremento de la inequidad.
Es por eso, tal vez, que la prestigiosa revista “Foreign Policy” publicó el 12 de mayo un artículo titulado “No podremos parar el coronavirus a menos que paremos la corrupción”, en el que la autora Alexandra Wrage sostiene que los billones de dólares que se están volcando para hallar la vacuna y estimular la economía no cumplirán su objetivo si no se duplican los esfuerzos de transparencia y control.
Ya lo estamos viendo en el país. Si se hubiera invertido en nuestro sistema de salud solo una fracción de lo robado en las últimas décadas, habríamos podido enfrentar en mucho mejor pie la pandemia sin tener que improvisar camas, hospitales en estadios y carpas, ni rogar por balones de oxígeno y respiradores. La corrupción mata. Al momento en el que se escriben estas líneas, ya llegamos a los 4.506 muertos y las proyecciones, si no cambia la tendencia, son de horror.
Actualmente, se calcula que perdemos 4% del PBI al año por corrupción (US$9.000 millones). Según la contraloría, solo en el 2016 se esfumaron S/12.500 millones, con lo que, entre otras obras, se hubiesen podido construir 72 hospitales y contratar a 72.000 médicos.
Mientras millones de héroes y heroínas enfrentan a la pandemia desde la precariedad de su situación, unos cuantos miserables se regodean alrededor de la muerte saqueando lo que pueden (medicinas, equipos y productos sanitarios, canastas de ayuda, etc.).
Bien se podría aplicar a esta paradoja la reseña de la gran novela de Sábato: “El dualismo entre el bien y el mal, la incomunicación, el sinsentido y otras angustias del hombre moderno”.