"Cada día se vuelve tolerable una trapacería más grave" (Ilustración: Giovanni Tazza).
"Cada día se vuelve tolerable una trapacería más grave" (Ilustración: Giovanni Tazza).

¿Qué tiene que pasar para que caiga este gobierno o al menos la ciudadanía se indigne? Esta ha sido una pregunta recurrente tras conocerse la delación de la aspirante a colaboradora eficaz Karelim López sindicando al presidente como cabeza de una “mafia” de contrataciones públicas amañadas, sin que ello haya gatillado consecuencias políticas significativas. Así, a los pocos días de esa denuncia, el Gabinete de recibió el voto de confianza del Congreso, señal anticipada de que el intento de vacancia presidencial en ciernes también fracasará.

Todo indica que los congresistas cuyos votos inclinarían la balanza están perversamente incentivados a mantener el statu quo. Aunque también es cierto que los legisladores se terminan alineando a la opinión pública cuando esta los apabulla, como ha ocurrido antes. ¿Por qué, entonces, la gente se mantiene indiferente? Manuel Romero Caro anticipaba en el diario “Gestión” que recién cuando los estragos del gobierno se sientan fuerte en los bolsillos habrá una oposición ciudadana más enfática. Gonzalo Banda, en este Diario, apuntaba que los opositores sensatos no quieren confundirse ni aliarse con los recalcitrantes por rechazo a su doble estándar y sus previas narrativas falsas (“fraude”). Es “la visión doña Florinda: no te juntes con esta chusma”, como la llamé hace unos meses (14/8/21).

Pero en política no importa que las narrativas sean ciertas, sino que resulten convincentes. El mantra goebbeliano “miente, miente, que algo queda” encierra –paradójicamente– la verdad antropológica advertida también por el historiador israelí Yuval Noah Harari, que atribuye lo distintivo de nuestra especie –la colaboración flexible a gran escala– a la convicción generalizada en aquellas creencias que sustentan la civilización, al margen de si son ciertas o falsas. Pero esas narrativas pueden sustentar también propósitos menos nobles, de lo que puede dar fe el actual gobierno, que, en mi opinión, se mantiene en pie gracias a la convicción generalizada –y falsa– de que es débil e inocuo. Es el exitoso sentido común de politólogos y analistas “centristas” o “moderados” –véase, por todos, la entrevista a Steve Levitsky en “La República” (4/3/22)–, cuya narrativa pasó de “Keiko sería peor” a “Castillo no es peligroso porque es débil”. “¿No ven que no ha expropiado nada, que no somos Venezuela?”, arguyen burlándose de los bizarros desvaríos de ciertos opositores caricaturescos que imitan fingidas iras santas de ‘influencers’ con acento porteño.

Eso es intelectualmente deshonesto. Aprendí de mi padre que un debate correcto y productivo exige confrontar los mejores argumentos de la contraparte, no los más descabellados. Aunque Castillo no sea un Stalin con sombrero, no cabe afirmar que sea políticamente débil –aunque sea un débil moral o de carácter (4/3/22)–, ni mucho menos inocuo, cuando se permite cometer tropelías que van desde nombramientos entre inidóneos y delincuenciales hasta la arbitraria destitución de funcionarios probos y de carrera, pasando por reuniones opacas, negocios turbios, intimidaciones sistemáticas a la prensa y un largo e innumerable etcétera de trapacerías pocas veces perpetradas con semejante desparpajo. Y menos débil e inocuo aun, si tales impudicias no generan ninguna consecuencia política significativa.

La inmensa paradoja de este sentido común “centrista” y pretendidamente institucional es que al proclamar la debilidad de este vergonzoso régimen no hace más que fortalecerlo. Cada día se vuelve tolerable una trapacería más grave. Cada día que no muere, el régimen se hace más fuerte. El gobierno lo sabe y lo aprovecha, participando activamente de la narrativa. El primer ministro Aníbal Torres y, con menor énfasis y frecuencia, el presidente Pedro Castillo reiteradamente afirman ser inimputables víctimas de tenebrosos poderes fácticos. El propio calificó en un tuit a este como un “gobierno blanco de persecución”, inventando así una curiosa e inédita categoría politológica.

Pero –vuelvo a citar tres frases de mis columnas anteriores– para Adam Grant, “la autovictimización es una estrategia de narcisistas y psicópatas”; para Séneca, “toda crueldad proviene de la debilidad” (12/2/22); y para Jordan Peterson, “si crees que los hombres rudos son peligrosos, espérate a ver de lo que son capaces los hombres débiles” (18/12/21). Estamos ante la lógica del ‘bully’, practicada desde siempre por todo tipo de tiranos y villanos en la realidad y la ficción. Su aparente victimización e inocuidad son la esencia del peligro que camuflan.

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