"En ambos países reina la anarquía y la criminalidad". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"En ambos países reina la anarquía y la criminalidad". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Moisés Naím

En el 2011, Libia se rompió en mil pedazos. Con la autorización de la ONU, una amplia coalición de países la atacó, una turba asesinó a Muamar el Gadafi, su sanguinario régimen colapsó y el país se fragmentó. Eventualmente, se consolidaron dos gobiernos, uno basado en Trípoli y otro en Tobruk. Cada uno tiene un líder, Fuerzas Armadas, una burocracia e, incluso, su propio Banco Central y papel moneda. Además, ambos gobiernos cuentan con el apoyo de otros países. El de Trípoli tiene el reconocimiento de la ONU, mientras que al de Tobruk lo apoyan, entre otros, Egipto, los Emiratos Árabes, Arabia Saudí y Rusia.

El control de los ricos campos petroleros de Libia ha sido motivo de fuertes enfrentamientos armados pero, hasta ahora, ninguno de los dos gobiernos ha podido derrotar al otro. Adicionalmente, en territorio libio operan con gran autonomía centenares de milicias, tribus, grupos terroristas –incluyendo a Al Qaeda y el Estado Islámico (ISIS)– así como organizaciones criminales que trafican drogas, personas y armas. La amplia disponibilidad de todo tipo de armas en la población hace la situación aún más peligrosa.

El prolongado colapso del país se ha convertido en un problema europeo. Trípoli queda a solo 300 kilómetros de Lampedusa, la isla italiana en la cual han desembarcado miles de inmigrantes africanos que llegan a Libia y, desde allí, entran a Europa. El caos y la corrupción reinantes hacen muy difícil controlar estos flujos de personas que generan inmensas ganancias a los traficantes.

Nada de esto estaba en los cálculos de las potencias extranjeras que intervinieron militarmente en Libia. La prioridad era acabar con el régimen de Gadafi y evitar que el lunático líder cometiera un genocidio. El plan era que, una vez derrocado Gadafi, un gobierno de transición convocaría a elecciones que iniciarían el tránsito de Libia hacia la democracia. La explotación de sus enormes reservas petroleras financiaría el relanzamiento económico del país. Ocho años después del ataque militar, este promisor “día después” ni ha llegado, ni se vislumbra.

Venezuela corre el peligro de volverse la Libia del Caribe. Por supuesto que son países muy distintos y sus circunstancias difieren significativamente. Pero, las semejanzas son sorprendentes.

Al igual que en Libia, en Venezuela también hay dos centros de poder enfrentados que, hasta ahora, no han podido desalojar al otro. Juan Guaidó es el presidente encargado y su legitimidad constitucional es reconocida por más de 60 países, incluyendo las principales democracias del mundo. Nicolás Maduro llegó a la presidencia a través de elecciones certificadamente fraudulentas y usurpa el poder gracias al respaldo de las Fuerzas Armadas y grupos paramilitares. Cuenta con el apoyo de Cuba, Rusia, China, Irán, Turquía y Siria, entre otros.

Tanto Libia como Venezuela son estados fallidos con gobiernos incapaces de desempeñar funciones básicas. Ninguno de los dos gobiernos controla todo el territorio nacional y ese vacío ha sido llenado por una multiplicidad de peligrosos actores. En Libia operan Al Qaeda y el Estado Islámico mientras que en Venezuela actúan el ELN y las FARC, los grupos narcotraficantes colombianos. Caciques regionales, milicias y bandas criminales también controlan regiones y ciudades o partes de ellas.

En Libia hay grandes emporios criminales que trafican gente. En Venezuela hay influyentes emporios que trafican drogas y minerales. Libia es un gran bazar de armas. Venezuela también. En ambos países reina la anarquía y la criminalidad. Y ambos se han convertido en el foco de una grave crisis regional. Los inmigrantes africanos que llegan de Libia han desestabilizado la política de Europa, mientras que el arribo de millones de refugiados venezolanos está desestabilizando la política en Colombia y otros países. Libia y Venezuela también se parecen en que ambos son países petroleros que no logran producir y exportar los enormes volúmenes de crudo que les permitirían sus vastas reservas. Ambas naciones están sometidas a sanciones internacionales y están en la mira del Kremlin. Putin consiguió que Rusia lograse tener una gran influencia en el conflicto sirio. Ahora está tratando de lograr lo mismo en Libia y en Venezuela.

En ambos países ha habido diálogos y negociaciones con mediación internacional que han fracasado.

Otro rasgo común de las crisis de Libia y Venezuela es que la fatiga está creando desaliento y desazón. Las crisis que se enquistan, alargándose sin perspectivas de una solución, dejan de tener prioridad para una comunidad internacional agobiada por otros conflictos y emergencias humanitarias. Los kurdos, los rohinyá, y los refugiados de Yemen, Siria, Turquía y Centroamérica compiten por la atención y los recursos de la comunidad internacional.

Lamentablemente, gobiernos, organismos internacionales y medios de comunicación ya muestran señales de fatiga con respecto al estancamiento de la situación en Venezuela. Si en los próximos meses no hay cambios en el statu quo, la inercia y el “más-de-lo-mismo” se impondrán. Esto hay que evitarlo como sea.

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