Mientras la venerada imagen del Cristo Crucificado de Pachacamilla, como una isla de dorados fulgores en medio de un inmenso mar humano, avanza por las calles de la ciudad, una muchedumbre de vendedores la sigue, parte para satisfacer la voracidad ventral de los fieles, parte para comerciar un poco paganamente con las exigencias de la fe.
¿Qué procesión del Señor de los Milagros sería sin anticuchos y picarones, aunque de los primeros quede la inmundicia regada por todas partes de las cañitas y haya bárbaros que recojan esas cañitas para volver a usarlas? El único cambio en los últimos años ha sido el de las vivanderas. Años atrás, una autoridad municipal resuelta las prohibió, y tuvieron que irse. En verdad, no era posible tenerlas en la avenida Tacna, que es una arteria troncal del tránsito urbano. La congestión que causaban era tremenda. Además, sus modos de trabajo eran repugnantes y peligrosos. Pasar por su zona era tener que llevarse el pañuelo a las narices para contener la pestilencia. Una vez, antes de la prohibición, se colocaron caños y botaderos públicos, pero nadie los usó. Entonces, el único remedio era la erradicación y ella fue terminante.
Pero, este año, los palos, los tocuyos y los quitasueños han vuelto a la palestra. En el terreno abierto que ha quedado por el ensanchamiento de una calle a la espalda del monasterio de Las Nazarenas, las vivanderas plantaron sus tiendas y rápido sacaron sus fuentes de potajes criollos, sus baldes de chicha bien fermentada, y prendieron los añorados braseritos de carbón de palo para el trajín culinario de los anticuchos. Detrás del mar humano que sigue a la milagrosa imagen, la gente se rezaga para comer. Después de unas cuadras de recorrido, se despierta en los fieles un hambre canina. Entonces, tienen para escoger muchas cosas que encantan a sus paladares criollos.
En carretillas, con sus grandes pailas en maceración, sus braseros que chisporrotean y sus parrillas que llamean al conjuro de los condimentos, todo impregnado de ají, las anticucheras no se dan abasto para atender a tantos brazos que piden los sabrosos trocitos de corazón ensartados en las cañas. Con voracidad la gente come los anticuchos y aplaca el ají con la consabida chicha fuerte de jora. Pero la jora no es suficiente para calmar los ardores de los endemoniados rocotos, y entonces el programa tiene una segunda parte, que es el plato de picarones, enroscados, bien cargados a la manteca y bañados en miel, riquísimos. ¿Y qué decir del turrón? Es otro de los personajes típicos del morado mes de octubre, infaltable y particularísimo.
En los alrededores del monasterio, se forma el mercado de la tradicional festividad. Allí, por ejemplo, los quioscos repletos de comidas y delicadas cositas espirituales: escapularios de terciopelo morado, cordones a los que solo falta la bendición del cura, medallitas de plata o de níquel, estampas e imágenes del Señor, crucecitas, rosarios, cuanta cosa puede acercar más a los hombres a los sagrados recintos de la fe.
En la plaza se vende sahumerio, que llena el ambiente de pía fragancia. Pero, a la vuelta de la esquina, la fragancia del sahumerio cede al humo de las parrillas y al de las ollas y fuentes, y es allí donde los comilones se olvidan del Señor. Los aparatos de radio a todo volumen, aunque los vecinos estallen, y el hábito morado envuelto en periódicos. Mientras el Señor sigue su recorrido como una isla de dorados fulgores en medio de un mar humano que pide favores y no deja de pedirlos.
–Glosado y editado–
Texto originalmente publicado el 3 de noviembre de 1967.