La prohibición de los limpiaparabrisas está dominando el debate sobre seguridad ciudadana. Es cierto que, contraria a otras formas de mendicidad, esta es agresiva, casi extorsiva y ha matado a una persona. Pero sostener que prohibirlos es viable en términos de costo-beneficio es una quimera.
Una más de las soluciones facilistas que se aplauden ante el comprensible temor en el que vivimos (“por lo menos se hace algo”). Pero el problema es cuando ese “algo” distrae y demora trabajar en serio.
Ya en febrero del 2022, Pedro Castillo implementó la “solución” que muchos reclamaban, la bala de plata que sacaría a la delincuencia de las calles: declarar el estado de emergencia y poner a las Fuerzas Armadas a patrullar.
A los 18 días, Defensa e Interior nos dieron un primer balance de lo que decían haber conseguido. Lo reseñé en mi columna “Mamma mía, ¡qué cifras!”. Sostuvieron que, en ese lapso, 10.865 personas habían sido intervenidas y que, además, 4.881 delincuentes habían sido capturados: 694 con requisitoria judicial y, por ende, el resto en flagrancia. Inventaron así que, en menos de tres semanas, detuvieron a un número de delincuentes que habría incrementado la población penal en un 11,79%. La verdad es que subió en 0,5%, al ritmo usual. No hubo un segundo informe.
Es que a las Fuerzas Armadas no les toca y saben del riesgo que les trae entrar al campo policial. Basta con ver su (no) actuación en Puno para corroborarlo y, si eso fuera poco, se les necesita para lidiar con los desastres de la naturaleza.
Entre tanto, la situación de la inseguridad en Lima empeora a ojos vistas y avanza a paso firme a estar fuera de control.
Según las encuestas del INEI, las personas víctimas de un delito aumentaron en Lima y el Callao entre finales del 2021 y finales del 2022 en más de 300.000. Tanto por los delitos “visibles”, en los que el robo de celulares es la estrella indiscutida con 4.500 diarios. No duden de que las primeras cifras del 2023 corroborarán la tendencia.
En el caso de los delitos “invisibles”, hay sobradas evidencias del crecimiento exponencial de la extorsión a personas y negocios en las grandes ciudades.
En ambas variantes, es innegable el ‘aporte’ de los migrantes que huyeron del paraíso de Maduro y que, si bien son una muy pequeña minoría de los que llegaron, trajeron la experiencia criminal de Venezuela, una de las más violentas del continente.
Me limito aquí solo al delito “visible”, el de las calles peligrosas donde concurren múltiples crímenes violentos y donde puso su cuota de sangre ese limpiaparabrisas.
Al terror en las calles se le puede enfrentar mucho mejor con un significativamente mayor patrullaje de la ciudad. En patrulleros, motos y a pie, la policía y el serenazgo, todos monitoreados en tiempo real con GPS, para empezar, para que no se queden estacionados o patrullen donde les convenga.
Con un comando central de operaciones que, apoyado en información georreferenciada de denuncias y de buena inteligencia operativa, permita actualizar zonas, días y horas críticas para programar en consecuencia.
Ello, de ser creciente y sostenido en el tiempo, se convertiría en una presencia preventiva, disuasiva y de reacción rápida muy potente. No puedo detenerme en detalles, solo decir que los presupuestos lo permiten (claro, si se usan honestamente) y que la tecnología aplicada a Lima la dejamos instalada y funcionando con técnicos del propio ministerio.
El gran reto a mediano plazo es apostar por que la PNP desarrolle una capacidad de patrullaje suficiente, para que se necesiten cada vez menos serenazgos y que, más bien, los municipios les transfieran recursos porque dan mejores resultados.
Lamentablemente, la realidad va en otro sentido. Cifras del INEI indican que, si hace dos años solo uno de cada tres limeños percibía vigilancia policial en su barrio, hoy esa cifra se ha reducido a uno de cada cuatro.
La profunda crisis de la PNP ha hecho que esta retroceda notoriamente en el buen uso de sus potencialidades. Y, como todo espacio vacío tiende a llenarse, algunos alcaldes quieren recorrer el camino hacia una policía propia.
En ese contexto se debe ubicar la creación de “unidades de élite”, “grupos de inteligencia” y el reclamo por el uso de armas no letales. Sin embargo –y como nos lo recuerda el reciente asesinato de dos serenos–, ello solo serviría para incidentes menores y nada podrían hacer contra delincuentes avezados, con los que se topan cada vez más frecuentemente. Es probable, así, que el siguiente debate sea sobre si deben usar armas letales y/o detener.
¿Mejor así? Probablemente, en varios distritos, sobre todo en los más pudientes.
Pero en un país híperfragmentado, con 195 provincias y 1.845 distritos, con una fortísima presencia de economías criminales, podría repetirse lo de México, donde muchas de las policías municipales terminan al servicio de organizaciones criminales.
Ciento cuarenta y cinco mil homicidios en lo que va del período de López Obrador, contrastados con un estimado de 12.000 para el mismo período acá, dan cuenta de cuántos círculos del infierno de la violencia podemos aún recorrer si (a) la policía no se (la) despabila.