La anarquía política reinante en América Latina por ausencia de consenso ideológico, además de divergencias en torno al horizonte republicano, unidas a los fracasos económicos y a la ineficacia en la creación de mecanismos de cohesión social y cultural colaboraron en la redefinición de un universo simbólico estrechamente ligado al proceso de construcción estatal.
A mediados del siglo XIX, tanto el cuerpo-nación como sus dilemas, entre ellos el faccionalismo y la corrupción, fueron asociados, alegóricamente, a los cuerpos físicos de los llamados “padres fundadores”. Sus dramáticos peregrinajes personales, pienso en el penoso ejemplo de Simón Bolívar, se asemejan a la suerte de las repúblicas que ayudaron a independizar. En ese sentido, el discurso pronunciado en la ceremonia de recepción en Santiago de los restos mortales de Bernardo O’Higgins, expulsado de Chile y acogido generosamente por el Perú, subrayó que, mediante la recuperación de “las preciosas reliquias de aquel a quien todo se le debía”, los chilenos se reencontraban con aquella parte que les faltaba. El traslado de los restos de Bernardo O’Higgins al cementerio metropolitano con la participación activa de la población santiaguina que se volcó a las calles para celebrar la vuelta del héroe de Rancagua –acusado cuatro décadas atrás de todos los crímenes imaginables– fue un acto de pedagogía republicana.
El peregrinaje a la tumba del chillanejo, “para pedir a sus manes en las graves crisis” serviría, de acuerdo con uno de los participantes en el ritual funerario, para exaltar un sano patriotismo. Más aún, el objetivo fundamental de los publicistas, entre los que se encontraba el político e historiador Benjamín Vicuña Mackenna, fue dar aliento a las arduas empresas de Chile proveyendo, además, de “prudencia y calma a las efímeras victorias de su pueblo”.
La apuesta por la cultura como una estrategia política para consolidar el orden a la que se refiere el historiador Alfredo Jocelyn-Holt fue fundamental en el proceso de organizar y llevar a cabo el apoteósico funeral de Estado de Bernardo O’Higgins que, como bien sabemos, es una ventana para observar las “tecnologías del poder”. Y de ese fascinante aspecto de la política, operando en el mundo de las emociones y de la memoria, dio cuenta, guardando las diferencias del caso, el reciente funeral del expresidente chileno Sebastián Piñera.
“Hoy despedimos a un presidente de Chile como corresponde a la tradición republicana de nuestro Estado, de la cual tenemos motivos para estar orgullosos” señaló el presidente Gabriel Boric en los funerales de Estado que dignamente presidió. Para quien fue su adversario acérrimo, Piñera fue un político que, desde sus convicciones e ideas, sirvió con amor a la patria y trabajó tenazmente para verla crecer y progresar. Lo que se resaltó a lo largo de las exequias que congregaron a miles de chilenos que reconocieron el notable manejo de la pandemia por parte de su administración fue que el fallecido mandatario “siempre puso a Chile por delante” y nunca se dejó llevar por el “fanatismo y el rencor”. Sin adherir sus ideas, pero apelando a un respeto entre compatriotas, a pesar de las diferencias, Boric subrayó el hecho de que todos los que estaban en política debían considerar la apuesta por el acuerdo frente a las necesidades urgentes de Chile. “Ocupar el sillón de O’Higgins”, confesó el joven mandatario, le permitió “comprender y aquilatar” la labor del presidente fallecido y de todos los que le precedieron en el cargo.
Queda claro que los problemas políticos de una república saliendo de un duro proceso, que visibilizó su fractura social y conmovió sus cimientos políticos, no se resuelven tan solo a nivel cultural. Lo que sí impresiona es el uso del ritual, tan venido a menos en estos días, para despedir al predecesor reflexionando, además, sobre el pasado, pero también el presente y el futuro de una república, de la que Boric se siente un eslabón. Mientras que en la nuestra –de la farsa y el “sálvese quien pueda”– la lobotomía sistemática prevalece. Lo que nos impide recurrir a nuestra historia para dotar de sentido a un atormentado devenir en el tiempo. Por ello no sorprenden los esperpentos, inoculados de indiferencia y crueldad, de la presidenta Boluarte: “César Acuña es el papá de La Libertad y yo soy mamá de todo el Perú”. No contenta con hacer el ridículo por enésima vez, la vicepresidenta de Pedro Castillo, hoy preso por golpista, aporta su cuota a la degradación acelerada de la institución presidencial que ella no respeta y, por tanto, no dignifica. Ante semejante tipo de “padres” (mejor dicho, líderes) es preferible seguir viviendo, aunque duela admitirlo, en el abismo de la orfandad y el abandono absoluto.