A inicios de agosto de este año comenté en esta columna sobre qué caminos constitucionales existirían para enfrentar la crisis política que amenaza la gobernabilidad y la marcha general del país. Urge actualizar ese análisis a la luz de los acontecimientos recientes; en particular, la denuncia constitucional presentada por la fiscal de la Nación, Patricia Benavides, ante el Congreso contra el presidente Pedro Castillo, como supuesto líder de una organización criminal.
La fiscal invoca una infracción a la Constitución que podría terminar en la suspensión del presidente, siguiendo la lógica de los artículos 99 y 100 de la Constitución, y del artículo 89 del Reglamento del Congreso, para lo que se requeriría “la votación favorable de la mitad más uno del número de miembros del Congreso, sin participación de los miembros de la Comisión Permanente”; es decir, apenas 50 votos.
El camino propuesto por la fiscal de la Nación enfrenta dos grandes problemas. De un lado, pasa por alto el contenido del artículo 117 de la Constitución, que señala expresamente que “el presidente de la República solo puede ser acusado, durante su período, por traición a la patria; por impedir las elecciones presidenciales, parlamentarias, regionales o municipales; por disolver el Congreso, salvo en los casos previstos en el artículo 134 de la Constitución, y por impedir su reunión o funcionamiento, o los del Jurado Nacional de Elecciones y otros organismos del sistema electoral”. Sugiere, por ello, al Congreso “adecuar nuestro ordenamiento interno a las obligaciones internacionales que ha asumido el Perú”; en particular, la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, que señala que “cada Estado parte considerará la posibilidad de establecer, en la medida en que ello sea concordante con los principios fundamentales de su ordenamiento jurídico, procedimientos en virtud de los cuales un funcionario público que sea acusado de un delito tipificado con arreglo a la presente Convención pueda, cuando proceda, ser destituido, suspendido o reasignado por la autoridad correspondiente, teniendo presente el respeto al principio de presunción de inocencia”. Se trata de una interpretación, por decir lo menos, altamente controversial y peligrosa, por lo arbitraria que puede resultar.
La sensación de arbitrariedad queda reforzada al constatar que este camino conduce a una suspensión del presidente con apenas 50 votos en el Congreso. Es decir, parecería que se está siguiendo un camino construido para sortear el problema de no contar con el voto de más de dos tercios de los congresistas (87 votos) para decretar la vacancia, o aprobar alguna reforma constitucional en dos legislaturas que cambie el contenido del artículo 117. No es de extrañar que la iniciativa de la fiscal haya sido recibida con entusiasmo por sectores en el Parlamento que han buscado la vacancia del presidente prácticamente desde el inicio de su mandato. No suena razonable cambiar por esta vía la esencia de nuestro régimen político, presidencialista, con un presidente electo por el pueblo por un período fijo. Adoptar dicha vía implicaría de manera subrepticia “parlamentarizar” nuestro régimen político, lo que podría ahondar y perpetuar los problemas de gobernabilidad que tenemos en la actualidad.
Nada de esto implica negar que por lo menos algunos de los indicios recogidos por la denuncia de la fiscal no sean muy graves, y deben merecer mayor investigación y esclarecimiento. Tampoco hay que negar que la realidad política parece haber desbordado las previsiones que tuvieron en su momento los constituyentes de 1993. Pero el camino razonable para esto sería una reforma constitucional, aprobada en el Congreso con 66 votos y luego ratificada por la ciudadanía en referéndum, que permita cubrir la necesidad eventual de acusar al presidente durante su mandato cuando se presenten pruebas flagrantes e irrefutables de delitos o infracciones graves a las reglas constitucionales o que permita un adelanto de elecciones generales. Nuevamente, más grave que nuestros problemas de diseño institucional, está el carácter poco democrático y transparente de nuestros actores políticos. Sin actores democráticos, difícilmente funcionan las instituciones democráticas.