La estrategia del Poder Ejecutivo consiste en atizar una de las cuerdas esenciales del inconsciente colectivo peruano. La idea de colocarse como una víctima (del sistema, del poder, de lo que fuera) tiene raíces en una sociedad que se ha percibido como castigada por la historia.
Sin embargo, contra lo que piensan algunos, esas raíces son cada vez menos profundas. No tenemos por qué abrazar la identidad de víctimas. Hoy no hay ninguna razón para pensar que somos una sociedad condenada a ser la víctima de un irreparable destino. Hay pruebas de lo contrario en la cantidad de empresas emergentes en las últimas décadas.
En el caso del presidente, la estrategia de victimizarse es una forma de evadir la responsabilidad de gobernar y de ganar adeptos en su altar de los inmolados. Para lograr su objetivo, Castillo sigue actuando como un candidato opositor. Se propone acusar a quienes tenga al frente. Quiere hacer saltar el mundo que él representa, en una actitud de sacrificio que más bien parece una forma de suicidio.
Su enfrentamiento con el Congreso (pedir una cuestión de confianza y anunciar que “tomará medidas”) parece una formalidad para seguir entendiéndose con los congresistas. Sin embargo, puede desembocar también en un proceso de enfrentamiento abierto en el que, gracias a algunas balas perdidas, puede producirse la disolución o la vacancia.
Por ahora, es una fuente de broncas donde lo que parece importarles es quién va a prevalecer. Mientras tanto, el paro de transportes ha empezado a desabastecer los mercados en Lima y los problemas sociales pueden contarse por decenas. Claro que la pelea con el Congreso está hecha en nombre del ‘pueblo’, palabra tan abstracta como equívoca que el presidente ha contribuido a pervertir. No sé si algún peruano se sienta aludido cuando menciona ese término.
Por otro lado, si el Congreso se disolviera, se elegiría a un Parlamento aún más enconado, que probablemente terminaría vacando al presidente. Basta el antecedente de Vizcarra para comprobarlo. Pero no hay una memoria reciente entre quienes conducen la estrategia del Gobierno.
Ni tampoco la hay en la oposición. La reunión en la casa de una congresista para resolver los temas de la cuestión de la confianza ha sido un desatino. Juntarse en una sesión privada le quita transparencia y representatividad a la Mesa Directiva. Pero está visto que los políticos peruanos (pensemos en el pasaje Sarratea, por ejemplo) tienen una vocación por la informalidad y la semiclandestinidad. Mientras el Gobierno, con el presidente, el premier y dos o tres ministros, parece haber conformado un bloque sólido, la oposición parlamentaria hace lo posible por dividirse.
Y en este mundo de divisiones y fricciones, las autoridades responsables se echan la culpa por el accidente en el aeropuerto y el gobernador de Puno distingue a Runasur y al expresidente de Bolivia. Mientras tanto, una buena parte de la población no quiere saber nada de los temas políticos mientras las pantallas de televisión muestren las sorpresas del Mundial. La sensación que uno tiene es que hay una inmensa mayoría de personas en contra del Gobierno y del Legislativo, pero que no existen los ánimos para grandes marchas o protestas mientras la vida económica (felizmente protegida por esta Constitución) pueda continuar.
El papel de víctima de Castillo tiene un límite. Cualquier interpretación en el teatro de la política puede terminar cansando a todos. Mientras tanto, las denuncias de corrupción seguirán su curso. La frase que dijo ayer en “El País” el expresidente uruguayo José Mujica se aplica al Perú y a casi todos los países: “Estamos en un mundo sin dirección política”.