Sin motivos para una vacancia presidencial ni para una disolución del Congreso, extremos que parecen formar parte de la ansiedad política nacional, no hay nada que le impida al Perú llegar en el 2026 a su undécima sucesión democrática y constitucional del poder en el siglo XXI.
Pero esta perturbadora ansiedad política adquiere proporciones de histeria colectiva cuando los mismos votantes de Dina Boluarte del 2021, lejos de reconocer que se equivocaron, desearían que la mínima cifra de aprobación que le asignan a ella las encuestas se convirtiera en la nueva cláusula constitucional para echarla de Palacio de Gobierno.
Son los mismos votantes, con sus sumas y restas, que encumbraron a Alberto Fujimori en 1990, labrando la derrota de Mario Vargas Llosa, para luego, en sucesivas elecciones, arremeter contra el fujimorismo, favoreciendo a Alejandro Toledo, Ollanta Humala, PPK, Martín Vizcarra y Pedro Castillo (y de yapa a Susana Villarán en Lima), todos procesados por corrupción.
No conozco fenómenos políticos ‘anti’ por rencor que duren tan largo tiempo, produciendo tan profundas decepciones como el antifujimorismo y su derivación ahora en un antiboluartismo frenético.
No comulgo con las ruedas de molino de la señora Boluarte y su gobierno, pero creo que la ansiedad y la histeria políticas de sus votantes de ayer y adversarios de hoy le hacen más daño al país, en términos de inestabilidad e incertidumbre, que los propios actos y omisiones de la mandataria, a juzgarlos bajo el sostenimiento legal y constitucional de su cargo.
La corta travesía que queda de aquí al 2026 podrá parecer difícil y compleja, pero es la travesía que tenemos que hacer legal y constitucionalmente, como las veces que hemos tenido que salir de crisis y dictaduras militares y civiles, unas más traumáticas que otras.
No vengamos, pues, a forzar “suspensiones presidenciales” ni a promover revueltas violentas de la nada y por nada. Quienes tengan que pasar por un exorcismo político que lo hagan, pero sin ahondar más en la polarización radical que le ha arrancado a la práctica política peruana el diálogo, la concertación y la negociación que le permitió en el 2000 dejar atrás el autoritarismo fujimorista y recuperar la democracia.
Miremos aquí cerca en Uruguay un ejemplo singular de cómo se sale de una dictadura militar y de cómo también se transitan más de 40 años, democrática y constitucionalmente, con la lección aprendida de que las diferencias políticas e ideológicas no hay que zanjarlas con odios, sino con los civilizados recursos del diálogo. Los uruguayos eligieron el domingo un nuevo presidente, Yamandú Orsi, de la izquierda democrática, para que sea el presidente de todos los uruguayos.
En el Perú también tenemos nuestras reservas democráticas y constitucionales. Si aprendiéramos a respetarlas y valorarlas, estaríamos mejor integrados como nación, estado y gobierno. A nuestro rico potencial en recursos naturales debiéramos añadir siempre nuestro rico potencial constitucional. Ambos, lamentablemente, frágiles por no saber aquilatarlos, cuidarlos y fortalecerlos.