En términos sencillos, la cuestión de confianza es un mecanismo para que el Ejecutivo consiga el apoyo del Legislativo respecto de un asunto importante para la agenda del primero. En un escenario así, el Congreso no necesariamente apoya la medida que el presidente desea aprobar, pero este la considera tan importante para su gestión que decide plantear la cuestión de confianza. Como ya sabemos, en nuestra Constitución se establece que, si el Congreso rechaza dos cuestiones de confianza, el presidente está habilitado para disolver el Congreso, mas no obligado a hacerlo.
Es indudable que, en los últimos años, en nuestro país se vienen empleando los mecanismos que tienen habilitados ambos poderes del Estado (Legislativo y Ejecutivo) en formas que no contribuyen a la institucionalidad y estabilidad democráticas. Por ejemplo, durante el gobierno de Pedro Pablo Kuczynski se presentaron mociones de censura e interpelaciones constantes, además de pedidos de vacancia que terminaron con su renuncia al cargo. Cuando Martin Vizcarra lo sucedió como presidente, las tensiones entre Legislativo y Ejecutivo no cedieron. Mientras que el Congreso siguió con las mociones de censura e interpelación, el entonces presidente planteó varias cuestiones de confianza hasta que dos de ellas fueron rechazas y decidió disolver el Congreso. Ahora, el escenario con el actual Parlamento y el presidente Castillo no es muy diferente. Por un lado, el Congreso continúa interpelando y censurando ministros con regular frecuencia (además de tramitar varios pedidos de vacancia y acusaciones constitucionales contra Castillo) y el presidente plantea cuestiones de confianza, al parecer, con la intención de forzar el escenario en el que sea posible la disolución del Congreso.
La Constitución no establece causales especificas por las que un presidente puede plantear la cuestión de confianza, ni supuestos específicos en que esta no procede. De igual manera, no establece taxativamente las circunstancias en que el Congreso puede censurar a un ministro de Estado. Esto se explica porque ambos son mecanismos políticos cuyo uso está sujeto, por un lado, al fluctuante contexto político y, por el otro, a las voluntades políticas. Estos, y los demás mecanismos que la Constitución prevé, están pensados para escenarios extremos en los que un poder del Estado necesita que el otro se conduzca de una manera determinada a fin de ejecutar su agenda política.
Esta regulación bastante relajada en nuestra Constitución se debe, entre otras razones, para permitir un margen de actuación amplio a los actores políticos, y requieren un número considerable de votos para ser aprobadas por la naturaleza drástica de las consecuencias que acarrean. Sin embargo, en lugar de tomar con seriedad estos mecanismos de control y emplearlos en los escenarios más críticos, una vez que toda posibilidad de diálogo o negociación se haya agotado, nuestros políticos los han empleado de manera indiscriminada y hasta antojadiza. Inclusive, el Congreso ha intentado modificar la forma en que están reguladas de manera que se fortalezca su posición frente al Ejecutivo.
El Congreso no siempre tiene que censurar a los ministros que interpela, ni el presidente tiene que disolver el Parlamento después de una segunda negativa a la cuestión de confianza. En las dinámicas políticas siempre existe la posibilidad de iniciar diálogos, pero para ser un país donde suceden cosas inusitadas cada día, este simple escenario es el único que parece imposible.