Finalmente, el 30 de setiembre llegó. Podría haber llegado algunos meses antes, o unas semanas después. Pero el día en el que la cuerda terminaría de tensarse y se rompería estaba condenado a llegar. Porque, como en la canción de Héctor Lavoe, “todo tiene su final, nada dura para siempre”. La guerra encarnizada entre el Ejecutivo y el Legislativo tampoco podía durar para siempre.
Como era de esperarse, la disolución del Congreso ha sido motivo de felicidad para muchos peruanos. Razón no les falta. La alianza del fujimorismo y el Apra se ganó a pulso el repudio popular con su obstruccionismo y defensa de intereses oscuros durante más de tres años. Sin embargo, es fundamental en este caso distinguir entre las personas y la institución. Es entendible el júbilo por mandar a su casa a los congresistas actuales, pero no puede ser motivo de alegría que una institución central de la democracia haya sido disuelta. Porque incluso si el Tribunal Constitucional determinara que la disolución fue legal, un evento de esta magnitud nunca deja de ser traumático.
El 5 de abril de 1992 fue lo que fue no solamente por los sucesos de ese día, sino porque marcó el inicio de la corrupción y el autoritarismo de los siguientes ocho años. La gran pregunta de estos días es si el sistema político podrá sobreponerse a las acusaciones de quiebre constitucional y salir fortalecido de este episodio histórico o, si en vez de ello, será el inicio de una fase de más confrontación y división como la que siguió al golpe de hace 27 años. En otras palabras, ¿es posible lograr que este difícil trance sirva de algo?
En opinión de este columnista es posible llegar al bicentenario reduciendo la crispación, y con un diseño institucional mejor al que teníamos a inicios de este quinquenio. La realidad es que, a menos que ocurra un nuevo terremoto político, el 26 de enero tendremos elecciones legislativas para completar el período parlamentario hasta el 2021. Esa elección debería ser un referéndum sobre las instituciones que necesitamos para profundizar la democracia en el Perú y tener una economía más competitiva e inclusiva.
Para que las elecciones de enero y el nuevo Congreso puedan contribuir a la regeneración democrática deberían darse algunas condiciones. Primero, el Gobierno y las instituciones electorales deben garantizar que todos los partidos puedan competir en igualdad de condiciones. Segundo, es fundamental que se articule una coalición electoral alrededor de un programa reformista. Esta coalición debería convocar a los ciudadanos mejor preparados, para que entreguen 18 meses de sus vidas –pues no podrán ser reelegidos– para legislar en favor de la república. Tercero, el presidente debería estar asociado a esa coalición, pero la lista electoral debería ser liderada por una personalidad intachable de la sociedad civil que pueda ser percibida como una figura que esté por encima de las confrontaciones de los últimos años.
¿Qué reformas debería impulsar esta coalición? Entre las más cruciales están las del sistema de justicia, la del mercado laboral y la reforma política, que debería ser concluida con base en las recomendaciones de la Comisión de Alto Nivel. Esta última debería incluir el cambio de la cifra repartidora por una fórmula más proporcional, tipo la cuota Hare. El sistema electoral del Congreso combina el uso de la cifra repartidora –fórmula D’Hondt– con distritos electorales muy pequeños. Estos dos efectos se refuerzan y tienden a favorecer a los partidos más votados. Es así como el fujimorismo obtuvo en el 2016 el 56% de los escaños con solo el 36% de los votos. De haberse mantenido los mismos distritos electorales, pero en vez de usar la cifra repartidora se hubiera utilizado la cuota Hare, el 36% de Fuerza Popular no habría alcanzado para una mayoría. Nos hubiéramos ahorrado buena parte de los conflictos de los últimos tres años.
Para el presidente Vizcarra es fundamental que la elección de enero sirva, por un lado, para reducir la convulsión, y por otro, para desactivar el argumento de que se ha convertido en un populista autoritario. Por eso, sería un grave error si opta por hacer de la elección un referéndum sobre su figura. Vizcarra ha buscado construir el relato de su presidencia alrededor de las reformas políticas y anticorrupción. Si el presidente no logra darle forma a ese relato con un paquete de cambios más profundo, no tendrá mucho que exhibir al final de su presidencia. Y entonces será recordado como corresponsable de un lustro perdido.
La elección del 2016 fue entendida por muchos como el triunfo de los valores republicanos sobre el pasado autoritario. Sin embargo, en estos poco más de tres años, los triunfos de la república han sido escasos. Esa historia puede cambiar si en esta coyuntura crítica, los próximos 18 meses sirven para que la fiscalía concluya los procesos de Lava Jato, y el Congreso legisle, de una buena vez, en favor de los intereses del país. El reto es grande, el camino espinado, pero la recompensa potencialmente enorme. Hagamos que de los complejos episodios de esta semana surja un país mejor. Que el 30 de setiembre no sea un 5 de abril.