Toda violencia física viene de un proceso de violencia interior. Las manifestaciones de estas semanas solo son el resultado de episodios madurados a lo largo de mucho tiempo que buscaban una ocasión para estallar. En este proceso, los actos de violencia conducen a reacciones también violentas en una espiral que nuestro país ha conocido y conoce demasiado bien.
Por desgracia, algunos identifican hoy a ciertas zonas del sur peruano como inevitablemente ligadas a la violencia, lo que lleva a nuevos extremismos y formas del racismo. En esta serie de acciones y reacciones violentistas, podemos perder buena parte de nuestras reservas morales, por no hablar de las económicas. La secuela de esta pérdida siempre es la misma. Los principales perjudicados de la violencia son los que ocupan la escala más baja de la vida social.
Parece ocioso recordarles a los predicadores de la violencia de todo tipo que la realidad nunca está en los extremos, sino en algún lugar del medio. La inmensa mayoría de la gente no se identifica con un pensamiento que procede con exclusiones. Lo dijo con claridad un representante de las mypes del sur en una entrevista en RPP este último miércoles: “Yo no soy de derecha ni de izquierda. Necesito trabajar nomás”.
En esa visión, los que dividen el mundo entre buenos y malos, ciudad y campo, ricos y pobres, solo esgrimen razones para la justificación de la violencia. En este enfrentamiento, Lima ha sido vilipendiada como una ciudad elitista. Esta visión es solo parcialmente cierta si consideramos que es una ciudad poblada de provincianos. Cientos de miles de limeños hablan quechua en Lima, donde hay también una población aimara y de otras lenguas.
En su muy valioso trabajo “La lucha por la supervivencia: el aimara en Lima”, el profesor Moisés Suxo Yapuchura señala que los primeros migrantes aimaras llegaron a Lima hacia mediados del siglo pasado. Una de sus consignas fue y es la defensa del idioma, un tema que debería interesarnos a todos los peruanos (las ideas del espacio y el tiempo en las construcciones lingüísticas aimaras son fascinantes, por cierto).
El tema de las lenguas es esencial para la integración peruana. Creo que deberíamos empezar por usarlas y reconocernos en ellas. Un informe del Ministerio de Educación del 2017 señala que existen 47 lenguas vivas en el Perú, habladas por cuatro millones de personas. Solo la integración de estas nacionalidades puede suponer una suma en un proyecto conjunto de los peruanos.
El 7 de febrero se cumplirá un aniversario más del nacimiento de Ricardo Palma, uno de los grandes conocedores de la diversidad peruana. Tendrá 190 años. Palma tuvo una vida extraordinariamente agitada: estuvo a punto de morir en un naufragio, participó en la toma de Guayaquil durante la guerra con Ecuador y también en el fallido asalto a la casa presidencial contra Castilla, después de lo cual se exiló en Chile. Luego, a su vuelta, participó en el combate del 2 de Mayo y tomó parte en la sublevación de Balta. En 1872, tras la terrible muerte de Balta, decidió dedicarse exclusivamente a la literatura. Fue entonces que fundó por segunda vez la República peruana con la serie de sus “Tradiciones Peruanas”.
Mestizo de inspiración y de familia, se abocó a defender el castellano del Perú. En 1892, en Madrid, argumentó ante la Academia de la Lengua española que algunos de nuestros vocablos debían ser reconocidos. Construir al Perú en sus palabras y en sus historias fue un acto de fe, en tiempos aún más agitados que los de estas semanas. Nos hace cuánta falta.