El concepto mismo de la ‘Toma de Lima’ da cuenta de la lógica de quienes convocaron una por primera vez. Las más conocidas, la Toma de la Bastilla y la Toma del Palacio de Invierno, fueron símbolos de revoluciones que acabaron con dinastías largamente establecidas.
Hay una distancia sideral con lo que aquí puede ocurrir.
En la primera, en enero, en el clímax de las protestas políticas del verano, hubo manifestaciones de algunos miles de personas que impactaron principalmente el centro de la ciudad. Por varias noches, una parte de los manifestantes ejerció violencia para acercarse al Congreso con intenciones nada santas. La segunda no pasó de algunos centenares de personas, sobre todo venidas de Puno, que marcharon algunos días por diferentes zonas de la ciudad, tratando de avivar la llama de una protesta ya exhausta, que pasaba a ser básicamente puneña y luego solo aimara.
No hay que confundir esa derrota de quienes tuvieron objetivos maximalistas no negociables y fracasaron en conseguirlos con que haya desaparecido el profundo impacto que tuvieron las muertes de aquellas semanas. A ello hay que sumarle que el Gobierno no asumió ninguna responsabilidad política, que no hizo el más mínimo esfuerzo de búsqueda de la verdad y que trasladó toda la responsabilidad de lo ocurrido a la PNP y a las Fuerzas Armadas. Todos ellos, elementos que marcarán al Gobierno, dure lo que dure.
Desde entonces, los múltiples sectores de izquierda, la extraparlamentaria y principalmente la sureña, han intentado reactivar las protestas sin ningún éxito; incluyendo varias medidas de fuerza preparatorias en junio, que pasaron básicamente desapercibidas.
Hay ahora, sin embargo, varios elementos que alimentan esta nueva convocatoria. Para empezar, que no hay cuarta. Es decir, se están jugando el todo por el todo.
De hecho, hay una efervescencia de reuniones y anuncios de organizaciones del más diverso tipo y capacidad de convocatoria.
Pero, a la vez, tanta variedad esconde fragmentación y dificultades para llegar a acuerdos.
De las cuatro consignas centrales que los movilizaron, la libertad de Pedro Castillo prácticamente se ha desvanecido y la Asamblea Constituyente ha salido casi por completo del debate público.
Las otras, en cambio, trascienden ampliamente las fronteras del radicalismo izquierdista; a saber, el repudio al Congreso y al Gobierno, así como el adelanto de elecciones.
Pero una cosa es estar de acuerdo con ello y otra muy diferente sumarse a protestas que tienen antecedentes tan violentos que, por lo tanto, son a la vez de alto riesgo para sus participantes.
¿Cuál es el escenario más probable? Me inclino a pensar que va ser muy lejano a las pretensiones de sus impulsores. En Puno sostienen que vendrán 1.000 personas por cada una de sus 13 provincias. ¡Imposible! En Cajamarca, anuncian que vendrán 2.000 ronderos, cuando en la primera ocasión pasaron desapercibidos.
Aun así, es muy probable que “tomen” Lima un número importante de personas de diversas regiones del país. Si, por decir una cifra, fuesen unos 3.000 y se sumasen a un número equivalente de personas de la capital, habría varios días de manifestaciones con impacto principalmente en el centro de la ciudad y que tratarían de prolongar hasta el 28 de julio.
No habrá un paro nacional el 19 de julio, entendido como la paralización voluntaria de las actividades, pero sí manifestaciones en diversas ciudades y probablemente bloqueos de vías y actos de violencia focalizados.
Siendo así, el manejo del orden público es la variable política más importante. Con profesionalismo, planificación y uso progresivo de la fuerza se podrían neutralizar probables actos violentos de una parte de los manifestantes, sin ocasionar daños a la integridad y a la vida de las personas.
De ser de otra manera, se podría abrir una caja de Pandora.