En las últimas semanas parece estarse gestando cierto acuerdo en el diagnóstico de la situación política: no estamos satisfechos con el Gobierno, pero tampoco con la oposición. De allí la propuesta de un adelanto de elecciones. Pero también parece claro que ninguna de las opciones disponibles genera gran entusiasmo, de modo que sería imprescindible implementar previamente una reforma política. Pero incluso esa reforma está pensada para minimizar los efectos destructivos de una oferta que no nos representa: por ejemplo, la vuelta a un sistema bicameral se justifica por la necesidad de tener un proceso legislativo más largo y previsible que requiera de un esfuerzo mayor de transparencia y construcción de mayorías.
Tenemos un serio problema de representación y, si bien en todas partes del mundo se habla de este, en nuestro caso confluyen varios factores agravantes. Nunca llegamos a tener un sistema de partidos propiamente dicho y las cosas parecen haber empeorado desde el 2016. Hasta ese momento, en medio de todo, parecía funcionar un relativo consenso alrededor de la importancia de mantener un modelo económico orientado al mercado y de mantener algunas maneras democráticas. Esto hacía que la actuación de los gobiernos y la relación entre Ejecutivo y oposición tuviera, para bien y para mal, un mínimo de lógica y previsibilidad. Esto, a su vez, permitía un mínimo de eficacia, expresada en altas tasas de crecimiento que ayudaban a contrapesar el hecho de que la continuidad del modelo no fuera necesariamente expresión de la voluntad de los electores. Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala no ganaron las elecciones con discursos y ofertas continuistas; más bien, todo lo contrario. Pero en esos años, lo que llamaba la atención era la continuidad y la estabilidad peruana, mayor en el contexto de una región que giraba hacia la izquierda.
Pero desde el 2016 las élites políticas rompieron ese acuerdo tácito, empezando por el fujimorismo y sectores de derecha crecientemente iliberales. En parte porque los años de crecimiento económico con una institucionalidad precaria fortalecieron intereses informales que empezaron a financiar y a buscar defender sus intereses en la política, al mismo tiempo en que se fortalecieron posiciones de extrema derecha a nivel global. En los últimos años, además, se extendieron concepciones políticas de corte populista que alejaron el sentido común de los ciudadanos del de las élites y los expertos. Es más, tanto desde la izquierda como desde la derecha empezó a denunciarse el ‘expertise’ tecnocrático como la causa de los males del país.
Empezó así a hacerse evidente algo que estuvo “maquillado” por el consenso entre las élites alrededor de la economía de mercado y de la institucionalidad democrática: la existencia de una sociedad altamente informalizada que ha ido perdiendo los escasos vínculos que tenía con el Perú formal. Países como Paraguay, Bolivia o Colombia tienen también altos niveles de informalidad, pero ellos tienen partidos y gremios que funcionan como correas de transmisión, aunque plagadas de lógicas clientelísticas y autoritarias. En el Perú, en cambio, tenemos una fragmentación extrema, la proliferación de pequeños intereses particularistas. Tenemos así una sociedad con gran dificultad para formular demandas y articular intereses, que se relaciona con una “élite” política que en los últimos años también se ha teñido de intereses particularistas. Esta lógica de funcionamiento parece dominar la política subnacional hace algún tiempo y ahora ha llegado finalmente a la política nacional.
Una conclusión que se desprende de esto es que, sin cambios más sustantivos en la manera en la que funcionan las cosas, probablemente tengamos resultados similares a aquellos de los que pretendíamos librarnos. Salir de este entrampamiento requiere ciertamente de una profunda reforma política, pero también de un compromiso de los actores políticos más responsables para seguir o respaldar ciertas políticas más sustantivas, independientemente de los resultados electorales. Una lógica de pacto y de colaboración que permita salir de una lógica confrontacional y destructiva.