En la narrativa fujimorista, la condena por homicidio calificado y secuestro agravado de su líder y los diez años de cárcel son el costo político que han tenido que pagar por los “errores” de la década de 1990. En el debate de los últimos días ha quedado claro que para Fuerza Popular una condena política requiere una solución política; es decir, el indulto. Pero si para el fujimorismo el indulto es la salida al problema, para el presidente Kuczynski y para la propia idea de justicia el indulto es, en sí mismo, el problema.
Indultar o no indultar, he ahí el dilema. En el frente político, la institución del indulto pone al presidente en una difícil disyuntiva. Se trata de una decisión en la que hay algo que ganar y mucho que perder. Ganaría una relación más cordial con el fujimorismo –pero ¿hasta cuándo?, la próxima crisis siempre está a la vuelta de la esquina– a costa de romper una promesa de campaña y alienar a buena parte del electorado que le dio la victoria mínima del año pasado. En cambio, si el indulto no existiera, el presidente no tendría que estar en esa disyuntiva. Ni el gobierno ni el fujimorismo tendrían una herramienta perversa para lograr que la otra parte haga lo que ellos quieren.
Luego está el rol del individuo frente al sistema de justicia o, dicho de otra manera, el papel que debe jugar la justicia en una democracia. ¿Por qué una persona, por más que sea el presidente de la República, debería determinar la suerte de condenados que han pasado por un proceso judicial en el que se analizaron detenidamente los argumentos a favor y en contra de la condena? Si se permite que el presidente cambie unilateralmente la situación penal de los presos, ¿no estamos entonces ante una forma legal y un poco más educada de hacer justicia con las propias manos?
Hay quienes argumentan que la institución del indulto es necesaria para corregir los errores de la justicia. Se trata, a todas luces, de un caso en el que el remedio es peor que la enfermedad. La solución a las deficiencias de nuestro sistema de justicia no puede ser poner las decisiones en las manos de una persona como el presidente que, al final de cuentas, es un político. Si como el fujimorismo alega, la condena a su líder fue política, entonces habría que analizar si existe suficiente evidencia para probar esa afirmación. Si ese fuera el caso, entonces habría que revisar el proceso, pero siempre dentro de los cauces formales del sistema judicial. La solución a una condena política no puede ser una liberación política.
El problema de fondo de cualquier indulto es que es muy difícil, por no decir imposible, que este no sea político. Al final del día, un indulto implica una decisión en la que hay ganadores –los indultados– y perdedores –los que quedan presos–. Implica una decisión personal –la Comisión de Gracias Presidenciales no emite informes vinculantes– y ad hoc sobre quién merece ser puesto en libertad. ¿O es que existe un consenso en la sociedad de poner en libertad a todos los condenados por homicidio calificado y secuestro agravado que estén enfermos y sean de edad avanzada? Por ejemplo, ¿estaría el fujimorismo –un partido tradicionalmente de mano dura– dispuesto a indultar a otros peruanos que hubieran secuestrado y asesinado a sus víctimas? ¿O es que ser un ex presidente y tener una bancada de 72 congresistas merece un trato preferencial? En resumen, todo indulto corre el riesgo de profundizar la idea extendida en nuestra sociedad de que la ley no es igual para todos.
Existen razones de humanidad e incluso morales para considerar que un enfermo de edad avanzada pueda pasar lo que le queda de vida en su casa. Pero esa decisión no debería depender exclusivamente del presidente. Debería estar contemplada en el marco legal de la justicia y debería aplicar por igual para todos los presos que estén en esa condición. El indulto no tiene lugar en una democracia.