Siempre que contemos con un mínimo de dinero, el modo de vida en el que estamos inmersos –que alienta sin límites ni sutilezas el consumo– seguirá haciéndonos sentir como el centro de todo. El mundo seguirá siendo para nosotros un gran escaparate y nuestros deseos, que la publicidad sabe muy bien cómo transformar en necesidades, solo habrán de ser pronunciados para ser atendidos.
Hace falta, por supuesto, poner de nuestra parte para estar a la altura de estos beneficios. Es preciso estudiar y trabajar con ahínco a lo largo de extensas jornadas durante muchos años. Pero con suficiente esfuerzo y una buena cuota de suerte lo único que esta forma de vida exige de nosotros para darnos acceso a su inagotable, deslumbrante y siempre renovado inventario es que tengamos con qué pagar el precio.
El precio, sin embargo, es un asunto delicado y menos simple de lo que lo solemos pensar. Porque somos tantos los que sucumbimos ante los precios bajos que las empresas pueden llegar a recorrer grandes distancias con tal de reducir sus costos y lograr conquistarnos.
Distancias tan considerables que no solo las llevan a producir en otros continentes, sino también a traspasar las fronteras de lo que normalmente consideraríamos razonable o incluso moral.
Eso llevó a que la confección de ropa de algunas de esas marcas que nos fascina poder adquirir a bajos precios se llevara a cabo en lugares como Rana Plaza, el edificio de ocho pisos que hace dos años se desplomó en Bangladesh, acabando con la vida de más de mil personas e hiriendo a cientos de otras que trabajaban en el lugar en condiciones extremadamente precarias.
Algunas de las marcas han colaborado con un fondo para indemnizar a las víctimas, pero solo a manera de donación, ya que el trabajo se realizaba, convenientemente, a través de terceras empresas.
Si estas marcas no han tenido una responsabilidad legal directa en la tragedia, mucho menos la tenemos nosotros, inocentes consumidores, que simplemente paseábamos por el centro comercial y aprovechamos las ofertas.
Moralmente, sin embargo, no es tan fácil defender nuestra inocencia. Porque aunque seamos apenas el último eslabón de la cadena, integramos de todas formas y nos beneficiamos de esa gigantesca red de transacciones globales cuyo impacto puede llegar a ser tan descomunal en la vida de estas personas.
Es por eso importante que consideremos sumarnos a la campaña iniciada por Fashion Revolution, que pone rostro a esas personas que nunca encontraremos en las tiendas en las que compramos la ropa, así como nunca encontramos en la factura esa parte del precio que ellas absorben y nosotros nos ahorramos.