En los últimos días del 2021 el Tribunal Supremo Ruso –que, en buena cuenta, opera como un apéndice del Kremlin– ordenó el cierre de Memorial, la ONG creada en las postrimerías de la Unión Soviética, al amparo de las políticas de transparencia promovidas por Mijaíl Gorbachov, para documentar las atrocidades cometidas en la era soviética; entre ellas, el gulag. El motivo formal de esta decisión fue una excusa: se acusaba a la organización de haber violado la ley de agentes extranjeros –en la que se la había incluido por recibir fondos del exterior para continuar trabajando– al no haber consignado esta calificación en cada página, en cada post, en cada mención de su trabajo. Pero a nadie se le escapaba que la razón real era otra. De hecho, había sido revelada con inusitada sinceridad por uno de los representantes de la propia fiscalía rusa durante el proceso: “¿Necesitamos esas lecciones de historia? ¿Por qué nosotros, los descendientes de los vencedores [en la Segunda Guerra Mundial], debemos sentirnos avergonzados en lugar de estar orgullosos de un pasado glorioso?”.
Lo que el Estado Ruso buscaba con el cierre de Memorial no era otra cosa que barrer bajo la alfombra las atrocidades cometidas durante la época soviética. En el discurso (y, podemos presumir también, en la mente) de Vladimir Putin la Rusia de hoy es legataria de un pasado glorioso, vencedor y heroico, en el que no caben espacios para las fisuras. Y las innumerables violaciones a los derechos humanos ocurridas el último siglo en el espacio soviético constituyen precisamente esas fisuras que tanto incomodan a los líderes rusos de hoy. Sin temor a exagerar, podríamos decir también que los tanques que por estos días vemos marchando en varias ciudades ocupadas del este y sur de Ucrania son, en buena cuenta, retratos de una guerra contra la identidad ucraniana, una que, precisamente, pone en entredicho la visión histórica de Putin (y de tantos ideólogos y políticos rusos) del supuesto derecho de Rusia sobre los territorios ucranianos. Para Putin –como en su momento lo creyó Stalin–, Ucrania es parte inalienable de Rusia, ignorando así siglos de cultura ucraniana y la posibilidad de que sean los ucranianos y solamente ellos los que decidan su futuro.
Pero volvamos unos años atrás, brevemente. En el 2018, el Senado Polaco aprobó una ley para, entre otras cosas, castigar con hasta tres años de cárcel a quienes utilizaran la expresión “campos de concentración polacos”. En su momento, el presidente Andrzej Duda defendió la iniciativa alegando que el país tenía derecho a “defender la verdad histórica” y la exprimera ministra Beata Szydlo recordó que, durante la Segunda Guerra Mundial, los polacos, “al igual que los judíos, también fuimos víctimas”. Por supuesto que Polonia fue uno de los mayores perjudicados de la ofensiva nazi y que muchos polacos arriesgaron su vida para esconder en sus casas o ayudar a escapar a compatriotas judíos de una muerte segura. Pero lo anterior no quita que en Polonia se levantaron seis campos de concentración nazis (incluido el celebérrimo Auschwitz) y que muchos polacos también delataron y colaboraron con las fuerzas invasoras. Reconocer esto no empaña el legado de Polonia; acaso refuerza aun más el heroísmo de los polacos que, aun a sabiendas de lo que les esperaba si eran descubiertos, se negaron a agachar la cabeza ante los invasores y ser cómplices de una de las mayores atrocidades que ha visto la humanidad.
Esta semana, en nuestro país, la Municipalidad de Miraflores decidió clausurar el Museo de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión Social (LUM) –que alberga en su interior la historia de los años en los que Sendero Luminoso derramó toda su vesania sobre el Perú–, casualmente –o, quizás, no tanto– el mismo día en que Amnistía Internacional debía presentar allí su informe anual sobre la situación de los derechos humanos en el mundo. La razón formal para tan llamativa decisión fue que el lugar infringía una serie de normativas de seguridad, pero, como quedó demostrado en la balbuceante entrevista que le ofreció a Mario Ghibellini el coordinador de la Subgerencia de Gestión del Riesgo de la Municipalidad de Miraflores, Iván Llontop, el municipio no ha podido explicar por qué esa misma severidad que mostraron con el LUM se les extravió al momento de sancionar a otros lugares con similares problemas en el distrito, como la Huaca Pucllana.
No es esta, por otro lado, la primera vez que el LUM se halla bajo asedio. Y la circunstancia de que hace tan solo dos meses el alcalde de Lima, Rafael López Aliaga –que, para más luces, pertenece al mismo partido que el burgomaestre miraflorino–, cargara contra el museo en un acto público (“basta ya de estos museos de la memoria y la reconciliación que no tienen nada de memoria ni de reconciliación, allí […] los mismos guías te mienten descaradamente poniendo a las Fuerzas Armadas como si fueran agresores”, aseguró) no ayuda a sostener la tesis de la comuna.
En los 80 y 90 nuestro país vivió los momentos más sombríos de su historia producto de la ofensiva de una gavilla de criminales que intentó, por medio de las balas y las bombas, tomar el poder que, creían ellos, les pertenecía por mandato histórico. Afortunadamente, Abimael Guzmán y su cúpula fallaron y fueron detenidos, procesados y encarcelados por el mismo Estado que intentaron dinamitar. Sin embargo, también es cierto que en esos años el Estado cometió probadas violaciones a los derechos humanos, muchas de las que, hasta el día de hoy, continúan sin ser juzgadas. Reconocer esto, como en el caso polaco, no tiene por qué empañar la imagen de nuestras Fuerzas Armadas; al contrario, nos permite a los peruanos aproximarnos a los pliegues de aquella época y acaso honrar la memoria de todos aquellos efectivos anónimos que, puestos en una situación parecida, se negaron a cometer los crímenes que muchos de sus colegas sí cometieron.
¿Por qué aceptar esta verdad histórica molesta tanto? Esa pregunta habría que hacerla a todos aquellos que por estos días han celebrado el cierre del LUM, a los que venían pidiendo su clausura desde hace tiempo y a los que el informe final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, que este año cumplirá dos décadas desde que se publicó, sigue causando escozor. La historia tiene fisuras y matices que duelen e incomodan, pero solo viéndola completamente podemos entenderla y, creemos algunos, evitar que se repita.
En una columna publicada en julio del 2018 en el diario “El País”, el historiador español José Álvarez Junco recordaba que “lo propio del espíritu libre es afrontar la realidad sin armadura, a pecho descubierto, aceptando que la verdad es múltiple, que sus fragmentos viven dispersos, que hay que oír a todos y estar dispuesto, hasta el final, a aprender, a cambiar de opinión”. “Hace falta mucha fuerza para eso”, remataba.
Pienso que muchos de quienes le tienen miedo a la historia, en realidad, le tienen miedo a que esta contradiga sus hechos; que haga temblar los pilares que sostienen todo aquello en lo que han venido creyendo a través de los años; que muestre que pueden estar equivocados, en fin (y el hecho de que muchos de quienes piden el cierre del LUM ni siquiera han visitado sus instalaciones solo refuerza esta percepción). Esto no tiene nada de malo, en principio; después de todo, en democracia uno puede elegir vivir adentro de las grutas que quiera, pero no puede obligar al resto, a todos aquellos que sí quieren oír cada uno de los fragmentos de la historia, a que hagan lo mismo, tal y como los regímenes ruso y polaco vienen haciendo desde hace algunos años.
El cierre del LUM esta semana debería de preocuparnos a todos porque, si hay otra cosa que nos ha enseñado la historia, es que una vez que esas compuertas se abren, una vez que consentimos que se oculten los hechos incómodos o dolorosos, ya no hay marcha atrás y nadie sabe con exactitud hacia dónde irá a inundar el río una vez que se le ha permitido salirse de su cauce. Si no, tan solo vean lo que viene ocurriendo en Ucrania.