Me parece muy valiosa la discusión sobre la desigualdad económica en el Perú. Muy valiosa porque, al menos por un instante, tratamos de enfrentarnos a los motivos estructurales de la crisis política, que van más allá de los insignificantes actores políticos que devoran nuestra atención. Como toda discusión política, lo que es insoportable es el uso bipolar de sus interpretaciones. Por un lado, los que se rasgan las vestiduras y defienden que el Perú es un país diezmado por la desigualdad y son incapaces de reconocer los avances que –a pesar de tormentas políticas– el Perú ha experimentado en disminución de la pobreza y aumento del bienestar de muchos compatriotas cuya condición es mejor que hace 30 años.
Por otro lado, están los que, apenas encuentran un argumento metodológico que cuestiona que seamos “el cuarto país más desigual del mundo”, rápidamente abrazan la defensa fanática del progreso y el avance económico de los últimos años sin permitirse un ápice de vacilación, ignorando nuestras complejidades sociales y el hecho de que, si se corrigieran las dificultades metodológicas, tal vez no estaríamos a la zaga de la desigualdad, pero nuestra situación sería igualmente dramática. Siempre he creído que, más que el modelo, el problema son los defensores del modelo que asoman como inquisidores del Santo Oficio a reclamar el regreso de la ortodoxia.
Es un error común cuando se defiende al modelo –como se hizo en la segunda vuelta del 2021 con la promesa de redistribución del canon minero a cada ciudadano– creer que la desigualdad que importa es solo la económica. Al Perú lo vienen enfermando otras desigualdades como la ciudadana. Como dijo un expresidente, hay ciudadanos en el Perú que no son de primera clase. En una democracia liberal, no se puede aceptar que haya ciudadanos de segunda clase. La noción de justicia de una sociedad democrática pasa no solo por el reconocimiento de iguales derechos, sino por la garantía de que quienes son menos favorecidos cuenten con mayores oportunidades para que sean lo más plenamente autónomos y felices que puedan, sin que sus circunstancias los aten a un destino inevitable, algo que zanjaron tanto John Rawls como Amartya Sen. En una democracia, no hay ciudadanos que estén “bien muertos”.
Algo mal hemos tenido que hacer los peruanos para que mucha gente esté dispuesta a quemar el sistema y arrojarse al abismo. Como alguna vez recordaba en otro artículo de El Comercio, el abismo del que asustan a muchos ciudadanos es el abismo de su cotidianidad, les piden temer a algo que enfrentan cotidianamente. La inicial movilización campesina de hace semanas ha tenido esa génesis que ha disparado al mundo rural sobre las ciudades. La desigualdad ciudadana agrava el malestar con la democracia y prepara la pradera donde se enciende el autoritarismo populista. Mientras solo unos pocos ciudadanos escapan de la fatalidad de los servicios públicos y han encontrado atajos para –por ejemplo– mejorar la atención de salud de sus familias en clínicas privadas, la mayoría de los peruanos tiene que peregrinar senderos tortuosos para ser derivado a un hospital público mendigando por acceso a medicinas genéricas o endeudándose para darle una oportunidad de supervivencia a un familiar diagnosticado con cáncer que no tenía un seguro privado. La descentralización política no ha supuesto una solución para la desigualdad ciudadana, sino –aupada por la omnipresencia de la corrupción en nuestras regiones– un agravamiento del malestar ciudadano contra el Estado, la política y el sistema.
Los ciudadanos no deberían querer destruir algo que beneficia a todos, suicidándose colectivamente sin motivo. Hace poco, Brian Winter escribió un gran artículo donde explicaba las razones detrás de la satisfacción de los uruguayos con su democracia. La gran mayoría de uruguayos rechazaría la idea de un quiebre del sistema porque –con todas sus limitaciones– este beneficia a todos, avanza lenta pero sostenidamente y nadie está por encima de la ley: en un país donde todos se sienten protegidos, nadie busca saltar al abismo.
Hemos avanzado mucho en los últimos 30 años, pero también ha crecido una agenda política antisistema que se ha alimentado de la desigualdad ciudadana y del fracaso del proceso de descentralización en nuestras regiones. Ojalá seamos capaces de hacer esos matices porque, en el hipotético futuro debate por la asamblea constituyente, los necesitaremos. La asamblea constituyente había perdido muchísima popularidad anclada a la incompetencia de Pedro Castillo, pero hoy ha revivido a costa de la desprolijidad de algunos actores políticos empecinados en exculpar la represión del Gobierno o en alargar el adelanto de elecciones.