Hace poco menos de un mes, el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI) publicó las cifras oficiales de pobreza en el 2023, las que revelaron resultados alarmantes, mas no inesperados. Casi un tercio de la población peruana es pobre y se reportó un incremento de 1,5 puntos porcentuales en comparación con el año previo, al acentuarse la tendencia al alza desde el 2022.
En esta oportunidad, la presentación de los resultados oficiales generó más atención de lo usual, pues la inesperada postergación de la presentación del informe provocó un escándalo político. A pesar de la atención generada, sin embargo, cuatro semanas después, la pobreza ha salido de la agenda pública. No podemos darnos el lujo de olvidarnos del tema hasta la publicación del próximo informe oficial de pobreza en mayo del 2025.
El patrón de pobreza peruano se ha complejizado. El recrudecimiento de la pobreza extrema rural coexiste con el crecimiento de la pobreza urbana (aproximadamente el 70% de los pobres en el ámbito nacional se encuentra en las ciudades). La política pública aún no reacciona ante este nuevo escenario. En el ámbito rural, se continúa aplicando por inercia intervenciones existentes, y es notoria la carencia de ideas sobre cómo responder frente a una agricultura familiar empobrecida, inseguridad alimentaria y recurrentes brechas de servicios básicos. En el caso urbano, no existe claridad sobre cómo se enfrentará la creciente pobreza en las ciudades, a pesar de que no se trata de un problema nuevo. Las condiciones de vida de los pobres urbanos se deterioran mientras se busca una estrategia perfecta, cuando lo que corresponde a estas alturas es sincerar qué puede hacer al respecto el aparato público, así como sumar esfuerzos con actores de la sociedad civil y del sector privado para responder a problemáticas urgentes como el hambre.
A la fecha, el Gobierno no muestra liderazgo político ni claridad técnica para responder a este complejo desafío. La Política Nacional de Desarrollo e Inclusión Social, aprobada en diciembre del 2022 por la administración de Dina Boluarte, propuso reducir la pobreza monetaria hasta el 15% en el 2030, lo que no será posible si el bajo crecimiento económico y la inercia en la gestión pública continúan.
Es urgente incrementar el peso político de la agenda de lucha contra la pobreza y garantizar una mejor coordinación dentro del aparato público. Más allá de nuevos planes o mediciones, es vital que los servicios públicos atiendan a la población más pobre y excluida. ¿Cuáles son las prioridades de la Comisión Interministerial de Asuntos Sociales en los próximos meses? ¿Cómo se responderá al doble desafío de la pobreza urbana y rural en el corto plazo? Dada la complejidad del reto, es prudente evitar cantos de sirena que ofrecen soluciones rápidas, pero no sostenibles. La situación de los hogares rurales y urbanos no se transformará con la entrega de un bono aislado o una canasta de alimentos esporádica, pues requieren un soporte de protección social sostenido y acceso a oportunidades de generación de ingresos.
Por otro lado, aunque la pobreza no se reduce con programas sociales, estos sí cumplen un rol importante para mejorar las condiciones de vida y mejorar el acceso a servicios de miles de hogares pobres a escala nacional. Los programas de transferencias monetarias son un instrumento potente si cuentan con un diseño claro, una adecuada focalización y sistemas de monitoreo y seguimiento. Hace mucho está pendiente ajustar el monto de las transferencias monetarias (Juntos, Pensión 65), pues estos no han variado significativamente desde su creación. Por otro lado, los programas de asistencia alimentaria requieren una revisión a la luz de las serias denuncias sobre compras públicas, la calidad de los alimentos distribuidos y los riesgos de uso político. Finalmente, debemos preguntarnos sobre el impacto del gasto público “en nombre de la pobreza”. Para ello, resulta clave garantizar la efectividad y mejorar el uso de los recursos públicos desde el Ejecutivo, el Legislativo y los gobiernos regionales.