La presidenta Dina Boluarte está dando todos los pasos necesarios para terminar su mandato antes de tiempo. Hasta hace unos meses, el pronóstico de buena parte de los analistas era que existían posibilidades de que la excompañera de plancha de Pedro Castillo completase el mandato hasta el 2026. Eso es lo que más le convenía a ella y a quienes la soportan en el Congreso.
Sin embargo, los errores propios, sean estos presuntos delitos, frivolidades dignas de una tragicomedia o su evidente incapacidad para conducir el país, determinan cambios en las perspectivas. Por su culpa, cada vez es menos probable que complete el mandato. Esta ha sido la dinámica de los últimos años (en lugar de dos, hemos tenido seis presidentes), por lo que tampoco deberíamos sorprendernos.
A los congresistas, y sobre todo a los partidos políticos, no les conviene verse asociados a una figura tan impopular y radioactiva como Boluarte. Seguir ‘casados’ con ella es cada vez más costoso y la factura será cobrada en las próximas elecciones.
No es que nuestros congresistas sean institucionales y racionales. De hecho, si los analizamos como bloque, son también impopulares, incapaces y, en algunos casos, presuntos delincuentes. Las características del Parlamento hacen que, ante la eventualidad de una vacancia antes del último año de gobierno, no sea 100% predecible que el siguiente paso sea la convocatoria a elecciones generales.
La creatividad interpretativa está en su cúspide y no sería raro que se planteen elecciones complementarias presidenciales hasta el 2026 (un nuevo presidente, pero con el mismo Congreso).
Más allá de la constitucionalidad de este hipotético escenario, es bueno recordar que las dos últimas grandes movilizaciones sociales se dieron en el contexto de cambios en Palacio de Gobierno. Una fue luego de la vacancia de Martín Vizcarra y la llegada de Manuel Merino y la otra, justamente, luego del golpe de Pedro Castillo y la asunción de Boluarte.
Si bien la calle y la carretera andan tranquilas pese a los constantes golpes a la institucionalidad e impunidad política del Congreso y el Ejecutivo, no debe asumirse que esto será así siempre. Un cambio de presidente no es como designar magistrados del Tribunal Constitucional, un defensor o emprender una contrarreforma. Es jugar con fuego.
A estas alturas es risible esperar que el gobierno de Boluarte vaya a corregir el rumbo. Ha tenido varias oportunidades para hacerlo y no las ha tomado. Tampoco debemos esperar nada distinto del Congreso. Lo único que podemos pedir es que, si se toman medidas radicales, se adopten con cabeza fría midiendo las consecuencias de estas. Es como pedirle peras al olmo, pero, como dicen, la esperanza es lo último que se pierde.