Desde que se forzó la renuncia de Pedro Pablo Kuczynski a la presidencia de la República, malinterpretando la Constitución, la crisis política se ha agravado de forma incontenible. La prueba irrefutable son los seis presidentes, algunos también acusados por corrupción, desde el 2016 (dos de ellos, Merino y Castillo, golpistas con diferente estilo). Los innumerables gabinetes y la alta rotación de ministros acreditan además el caos político en el que vivimos y muestran la fragilidad de nuestro débil sistema democrático.
Sin duda el acto que amenazó más gravemente el orden constitucional ha sido el fracasado golpe de Estado de Pedro Castillo. Su conducta delictiva fue motivada por las serias imputaciones de tipo penal que contra él hicieron sus más íntimos colaboradores. No fue por algún ataque de sus adversarios y menos por la fiscalización del Congreso. Los legisladores, más bien, temerosos de una disolución, guardaron cómplice silencio ante las evidencias de corrupción de su gobierno. Peor aún, muchos de ellos, entre los que destacan los denominados “niños”, le sirvieron de escuderos. Recién reaccionaron y aprobaron su vacancia por indudable incapacidad moral luego de su mensaje al país anunciando el cierre inconstitucional del Congreso y la intervención del Poder Judicial y la fiscalía, la única entidad pública –bajo el liderazgo de Patricia Benavides– que lo denunció en cumplimiento de su deber.
La conducta golpista de Castillo tuvo, sin embargo, un rápido apoyo internacional de los presidentes López Obrador de México, Petro de Colombia, Arce de Bolivia y Fernández de Argentina, quienes cínicamente encubrieron la acción ilícita del traidor y lo presentaron como una víctima. El peor de todos fue Petro, quien no tuvo el menor rubor en usar la mentira al afirmar que Castillo había sido detenido sin mandato judicial. Pero los gobiernos más reputados no cuestionaron la sucesión, que se ajustó escrupulosamente a lo dispuesto en nuestra Constitución.
La vergonzosa defensa en el exterior del golpe del 7 de diciembre del 2022, empero, sirvió para que la izquierda local usara el mismo embuste para defenderlo. Acusaron de traidora a Dina Boluarte (como ministra de Castillo, es bueno recordarlo, respaldó sus tropelías) y cuestionaron la constitucionalidad de su acceso a la presidencia de la República, pidiendo la libertad del golpista con argumentos deleznables. La Cancillería no respondió a la altura de las circunstancias.
La notoria impericia de la presidenta, desde su juramentación, la demora en la designación de su gabinete y el errado nombramiento de un inexperto presidente del Consejo de Ministros, ayudaron a crear un vacío de poder, que fue aprovechado rápidamente por la izquierda radical, que ejecutó acciones violentas.
La cuestionable estrategia que usó el Gobierno en su intento de detener la protesta social en el sur del país, con actos vandálicos incluidos, trajo un penoso número de muertos. Injustificable en democracia. Y, por ello, provocó una comprensible conmoción internacional. El anuncio de colaboración para aclarar las muertes no tuvo ningún efecto. Y la reacción de la fiscalía y la Defensoría del Pueblo, tampoco. Confiamos que estos hechos no queden impunes.
Es a partir de esos dramáticos momentos que la izquierda se olvida de pedir la liberación de Castillo y hace nuevas demandas: la renuncia de la presidenta (sí, la misma que acusaba de golpistas a los que antes pedían la renuncia del chotano), el cierre del Congreso, la convocatoria a una asamblea constituyente y el adelanto de las elecciones generales, que la presidenta ya había requerido al Congreso. La frase “Boluarte asesina” es la nueva consigna.
El pedido de una asamblea constituyente es una iniciativa golpista, a la que hay que oponerse. La izquierda no obtuvo, mediante el voto, la mayoría en el Parlamento para hacer los cambios que quería, tal como lo planteó en campaña Castillo. Ahora quiere imponer su criterio a través de movilizaciones violentas.
¿Qué haría la izquierda con un poder absoluto y sin límites –que es la facultad que tiene una asamblea constituyente– luego de su irresponsable, inepto, corrupto y calamitoso paso por el poder? No quiero ni imaginarlo. Reconozco, eso sí, que en el Perú un sector cree que una nueva constitución solucionará nuestros problemas. Aunque el innumerable cambio de constituciones en nuestra región prueba que no es así. Solo sirve para que sus promotores se perpetúen en el poder.
Nadie en su sano juicio se opone a reformas constitucionales largamente demandadas. Pero violar el procedimiento constitucional es inadmisible. Y quien quiere vulnerarlo es casi toda la izquierda, que ha demostrado que carece de convicciones democráticas. Simuló creer en la democracia como forma de gobierno, pero durante la administración del partido marxista, leninista, mariateguista, Perú Libre, liderado por Vladimir Cerrón (condenado por corrupción), mostró su verdadera cara.
El cierre del Congreso es otra solicitud inconstitucional. El Parlamento, con justificados motivos, se ha ganado el repudio popular, pero no existe democracia sin Poder Legislativo.
Lo que sí es constitucional es el pedido de renuncia de la presidenta. Y políticamente justificable sumarse, si es que ella avala la convocatoria a una asamblea constituyente.
Es en medio de esta gravísima coyuntura política que la Iglesia Católica y la Evangélica, gremios empresariales y la academia, han hecho un llamado al diálogo y la paz. Pedido que debemos apoyar. Es vital en democracia. Pero lamentablemente la presidenta no ayuda. Su discurso es contradictorio: pide adelanto de elecciones, pero no quiere renunciar. Los partidos políticos representados en el Congreso, con su bloqueo a las iniciativas para adelantar las elecciones ordenadas, tampoco colaboran. Ambos son cómplices del desgobierno.