La nueva realidad que el crimen organizado viene imponiendo en el país hace que la distinción entre formales e informales no sea la adecuada para diferenciar las actividades económicas urbanas.
Si bien las informales son más vulnerables y los blancos preferidos, las actividades formales pequeñas y medianas también son víctimas de los extorsionadores (el ejemplo más notorio, las bodegas); eso sí, con mucha más frecuencia en los conos este, norte y sur, así como en las zonas populosas cercanas al Centro de Lima y en muchas zonas del Callao.
En los días previos a este segundo paro contra el crimen organizado, ha habido una importante división entre quienes promovieron el de ayer –según el presidente del Consejo de Ministros Gustavo Adrianzén, todos informales– y quienes preferían darle al Gobierno un plazo más amplio –los formales–.
El titular de la PCM reivindica como un éxito que, habiendo sido el eje del primer paro, los transportistas formales no lo hayan acatado esta vez. No queda del todo claro que así haya sido, dado los pocos vehículos que circularon. Dice la verdad cuando señala que detrás del reclamo de los transportistas se han colado grupos políticos que quieren pescar a río revuelto y que, aun siendo grupos ínfimos, se infiltran entre los manifestantes. También es cierto que los transportistas informales pueden aprovechar la situación para mejorar su capacidad de negociación para seguir operando sin problemas.
Lo que no es para nada verdad es que el paro haya sido un fracaso. Todo lo contrario. A la vez que una afectación muy importante para los usuarios del transporte público –por cierto, bastante mayor a la del paro del 26 de setiembre–, muchos otros negocios optaron por paralizar sus actividades, sea porque comparten las mismas preocupaciones, sea por precaución. Muchos mercados en las zonas más sensibles no atendieron y centros comerciales claves en la ciudad –el Mercado Central, Gamarra, Las Malvinas y Mesa Redonda– estuvieron en su mayoría completamente cerrados.
Para tratar de contrarrestar las próximas paralizaciones, se jactan de que ya están teniendo resultados. Por ejemplo, Adrianzén sostiene que el éxito de estos 14 días de estado de emergencia se puede medir en que no hayan matado a más transportistas, no por lo menos en los distritos en emergencia. Omite, sin embargo, que hace una semana ya eran seis los asesinados en esos distritos por sicarios al servicio de extorsionadores de otras actividades económicas.
El ministro del Interior, Juan José Santiváñez, supera a su jefe y lleva las declaraciones insostenibles a su clímax cuando afirma que en estos días se han reducido el sicariato y las extorsiones en cerca de un 72% en los distritos en emergencia.
En otras palabras, que esta vez solo unos cuantos días de estado de emergencia han bastado para empezar a acabar con un problema de las dimensiones que conocemos. Con esto, Santiváñez quiere superar en demagogia al otrora titular del Ministerio del Interior Daniel Urresti –al que una voz “idéntica” a la suya confiesa admirar en un audio difundido hace algunos días–, quien años atrás, enfrentando situaciones mucho menos graves que la actual, ofreció derrotar a la delincuencia en tres meses.
La propia presidenta Dina Boluarte vende humo cuando sostiene que “le estamos soplando la nuca al crimen organizado”. El mensaje es: tenemos las soluciones y están a la vuelta de la esquina.
¡Qué Bukele ni qué Bukele! ¡En el Perú, contamos con superman Santiváñez y la mujer maravilla Boluarte!
Más allá de la caricatura, sus afirmaciones les regresarán como búmeran, porque la gente les ha tomado la palabra poniéndoles plazos perentorios imposibles de cumplir.
Tanta irresponsabilidad sobre lo que se puede y no se puede hacer en el corto plazo está generando un nuevo fenómeno social, en el que la población encuentra un desfogue a sus múltiples frustraciones manifestándose contra el crimen y la “demora del Gobierno en derrotarlo”.