No tenía un mango. A duras penas sobrevivía. Su padre no quería que fuera poeta. Buscaba la manera de sostenerse en Santiago. Ya había escrito, a los 19 años, “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”. En esos tiempos, se suponía que los artistas debían estar en París: “Pero qué hace usted aquí. Usted debe irse a París”, le reclamaban.
Fue lo mejor que le pudo pasar al joven Neruda no establecerse donde recalaban muchos de los aspirantes a poetas, los en ciernes y los consagrados, sino en el otro lado del mundo: Rangún. En verdad, él no eligió el destino, solo repitió el nombre sin saber en qué parte del globo estaba, y fue designado cónsul en esa tierra. Estaba obligado por su situación y sus ganas enormes. Tenía unos deseos locos de dejar Santiago y experimentar. Partió el poeta navegante a lejanos parajes, embarcado en un proyecto de vida borroso y versos por alumbrar.
Al cruzar el Atlántico y hacer el largo viaje rumbo Birmania, se detuvo en Europa. Parada de rigor: París. El flamante cónsul de Rangún tiene un encuentro con la ciudad y otro con Vallejo. Se reconocen poetas mayores. Lo describe en “Confieso que he vivido”: “Por esos días conocí a César Vallejo, el gran cholo; poeta de poesía arrugada, difícil al tacto como piel selvática, pero poesía grandiosa, de dimensiones sobrehumanas”.
Años más tarde, se frecuentaron nuevamente en París: “Entonces lo conocí más y más en intimidad. Vallejo era más bajo de estatura que yo, más delgado, más huesudo. Era también más indio que yo, con unos ojos muy oscuros y una frente muy alta y abovedada. Tenía un hermoso rostro incaico entristecido por cierta indudable majestad. Vanidoso como todos los poetas, le gustaba que le hablaran así de sus rasgos aborígenes. Alzaba la cabeza para que yo la admirara y me decía: –Tengo algo, ¿verdad? –y luego se reía sigilosamente de sí mismo.
Lo describe como un hombre solemne por naturaleza, con una cara parecida a una máscara inflexible, cuasi hierática. Neruda advierte alegría en el interior de Vallejo, más allá de las apariencias. Cuenta que lo vio muchas veces reír y dar saltos escolares, sobre todo cuando lograba arrancarlo de la dominación de su mujer, a quien llama una “francesa tiránica y presumida hija de conserje”. Llegar a la alegría de Vallejo debió ser mucho, muchísimo más lejos que llegar a los confines de la Tierra. Allí, el viaje de Neruda conseguía vencer una distancia inimaginable para muchas almas sedientas de descubrimiento.
Y siguió su rumbo. Harto de Rangún rumbo a Ceilán, la misma suerte y soledad; y desde la bahía de Bengala, el poeta Neruda se apura el primer whisky and soda y se prepara para esas colonias de abandono; “a beber con ferocidad”, escribe. La palabra siempre será su compañera de viaje. Y la risa única de Vallejo lo esperará en el París de la luz entre el aguacero.