Lo dijo Betssy Chávez cuando Pedro Castillo acababa de asumir la Presidencia de la República: “Creer que los peruanos han votado por Perú Libre, por su ideario, es una equivocación… Acá un panetón Tottus o una piedra le hubieran ganado a Keiko Fujimori” (“Hildebrandt en sus trece” 08/2021). Nada que agregar. La entonces congresista de Perú Libre, hoy ministra de Trabajo, no pudo ser más clara y contundente. Con esa declaración dejó sentada dos verdades monumentales: Pedro Castillo nunca hizo mayores méritos para ser presidente (no más que un panetón, en todo caso) y la candidatura de Keiko Fujimori fue, una vez más, la mejor estrategia de campaña de su contrincante.
Recordemos que Ollanta Humala cosechó votos en una centro-derecha liberal que no estaba dispuesta a ver de regreso al clan Fujimori en Palacio. El agringado Kuczynski logró que la Vero lo respaldara y atrajo votos impensables de la izquierda. Y a Pedro Castillo lo acompañaron ciertos votantes de centro que le sumaron a la tradicional animadversión que le tenían a la familia, los nuevos odios que la ‘Chika’ acumuló solita.
Difícil establecer qué porcentaje de los votos que obtuvieron estos candidatos provienen del antifujimorismo, pero la lógica es simple: para ganar en segunda vuelta tienes que convencer a los votantes de otros partidos que confíen en ti. Keiko nunca logra pasar la valla del 50%, se acerca, pero se queda. Hasta los budines corren con más suerte que ella. Podríamos cuestionarnos si es justo tanto odio. Si Keiko Fujimori se merece que la juzguen tan duramente y que se le siga negando la posibilidad de ser presidenta; pero la pregunta no tiene sentido. Este no es un tema de engreimientos o de traumas. El antifujimorismo es un fenómeno complejo que se ha ido desarrollando a lo largo de los años y en diversas etapas. Están los antifujimoristas ‘old fashion’, que tuvieron que sacar a Fujimori y Montesinos de Palacio de Gobierno después de años de corrupción y prepotencia, y están los de la segunda ola que han gozado de cerquita la compleja historia de la eterna candidata a la presidencia. Algunos reclaman por el respeto a los Derechos Humanos, otros no soportan los actos de corrupción, hay quienes repudian el modelo económico que introdujo la Constitución del 93, incluso figuran los que defienden a Alberto Fujimori y creen que por culpa de Keiko se ha quedado en la cárcel. Razones poderosas y variadas existen y responden más a la historia del fujimorismo en la vida política del país que a una alucinada campaña orquestada por algún Goebbels criollo.
El asunto no debiera ser de nuestra incumbencia (todo el mundo es libre de perder las elecciones que le provoque) si no fuera porque resulta evidente que Pedro Castillo no alcanzó a superar ni siquiera a un panetón y pronto saldrá de Palacio. Ese escenario nos pone ante la posibilidad de un adelanto de elecciones y es válido y necesario que los peruanos nos preguntemos y después qué. El panorama es desolador porque no hemos asistido en los últimos tiempos a la aparición de líderes convocantes y el horizonte está tapado de dinosaurios que esperan el desastre de Castillo para hacerse a como dé lugar del poder. Entre la manada de los viejos conocidos asoma la siempre dispuesta señora Fujimori lista para tratar de convencernos de que ella no es tan mala y de que los fujimoristas robaron poco y mataron menos.
Si somos justos en lo que pedimos, así como no queremos ver nunca más a un incompetente en la cédula de votación, sería interesante que la señora Fujimori diera paso a opciones menos polarizantes, menos divisorias. Ya es hora de que nuestras elecciones se definan por votos de convicción y no de rechazo, porque si seguimos en esta ruta mejor nos preparamos para colocarle la banda a un chancay de a medio.
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