Mi hija comenzó su adolescencia a los 4 años de edad. Un día, yo tenía prisa para salir y hacía frío. Así que le escogí una casaca del armario y se la impuse:
-Ponte esto rápido. Nos vamos.
Me encaminé hacia la puerta y escuché a mis espaldas:
–Papi, es marrón.
–Ya lo sé. Póntela y vámonos.
Como no la sentía moverse, me volví enfadado hacia ella. Ahí estaba, en medio del pasillo, sosteniendo la casaca entre sus manos con asco, como si fuera una rata muerta.
–Es que no llevo nada marrón –fue todo lo que dijo.
Y entonces, me dirigió esa mirada. La mirada que yo esperaba ver recién a sus 15 años. O a sus 17. Ese gesto compungido que gritaba a los cuatro vientos: “3.000 millones de hombres en el mundo y me tocó de padre el único que no sabe lo del marrón. ¿¡Por qué mi vida es un infierno!?”.
Desde entonces, su desprecio por mí no ha hecho más que crecer. Cuando cumplió 5 años, traté de ser un padre en onda –o como se diga eso a estas alturas–, me pasé un mes estudiando su guardarropa, y después de un cálculo cromático tomado a partir de una amplia muestra estadística, le compré un polo del color más chillón que encontré:
–Toma, mi amor. ¡Es lila!
Me miró con desprecio, como si ahora fuese yo la rata muerta, y dijo:
–Es granate.
Ahora a sus 6 años, se ha convertido en una aspirante a princesita. Yo creía ser un padre progresista e igualitario, pero mi hijo solo piensa en fútbol y mi hija solo piensa en ropa lila, ojo, no granate (así que supongo que he fracasado en todos los aspectos. Pero eso es otro tema). Lo peor es que, a estas alturas, ella ya tiene claro que no puede contar conmigo para ciertas cuestiones esenciales, que administra por sí misma, en espacios muy alejados de mi control.
Por ejemplo, la escuché por casualidad llorándole a su cuidadora amargamente:
–¡Me han roto la vincha en el colegio! ¡Y ya nunca podré recuperarla!
Parecía que le habían matado a un pariente.
Más tarde, a solas, traté de mostrar solidaridad con su problema:
–¿Qué pasó con tu vincha?
–Nada –respondió indiferente–. Se rompió.
–¿Quién la rompió?
–Una amiga. Da igual.
Cinco minutos después, su madre entró por la puerta, y mi hija corrió a recibirla, bañada en lágrimas, al grito de:
–¡Me han roto la vincha!
La paternidad es la revancha de los abuelos. Ellos nos vieron crecer, desarrollar nuestras propias opiniones, arrebatarles el control de nuestra vida y cortar los cordones umbilicales uno a uno con una navaja. Ahora, nuestros hijos nos hacen la misma canallada a nosotros. En este trabajo, el ganador pierde: triunfas cuando logras que tus descendientes no te necesiten.
A veces quisiera pedir que en el 2018 se congelase el tiempo, y mi hija siguiese siendo la pequeña que necesita mi protección para siempre. El problema es que no siempre podré protegerla. Es más sensato desear la capacidad de crecer tanto como ella. Quiero seguir comunicándome y riéndome con sus bromas, incluso con sus pequeños desprecios, que me hacen tomarme menos en serio a mí mismo.
Mantenerme a su altura será mi propósito de Año Nuevo.